
El vínculo estigmático entre realidad y ficción, estimado Sucesor, implica la lectura sucesiva de textos variados. Que parten desde la inteligencia benefactora de los inestimables griegos. Pasando luego por los filósofos pre-kantianos. Para sobrevolar, sin mayores detalles, a los teóricos del romanticismo. Alemán e incluso inglés. Sin olvidar detenerse en los antológicos teóricos de la revolución socialista. Hasta desembocar, para regocijo de las amas de casa con inquietudes, en la tristeza nihilista del posmodernismo peor digerido. Previa fagocitación –ineludible, estimado Sucesor– de las recomendables lecturas de abominadores crónicos de la cuestión. Como el histérico Theodor Adorno.
Sin embargo, estimado Sucesor, me niego a quitarle más tiempo del estrictamente necesario. Paso a informarle, sin más, que Realidad, novela de Sergio Bizzio, trata de la mecánica y la lógica centrípeta de los desplazamientos.
A. Primer desplazamiento: soportes
El primer desplazamiento, estimado Sucesor, supura obviedad. Insisto en remarcarlo, en todo caso, por la sana costumbre –es decir: estatalista y conservadora– de establecer series. Trátase del desplazamiento del soporte. De la maquinaria de ondas de alta frecuencia que compone un televisor, a la maquinaria de rayas de tinta que compone un libro.
Usted, estimado Sucesor, con su modestia habitual, no dudará en decir: Por supuesto, Realidad es un libro. Un libro escrito sobre la televisión. En calidad de crítico canónico, yo habré de responderle: Por supuesto, estimado Sucesor. Pero preste atención al siguiente recorte de la novela:
Asaltar el canal… Nadie estaba al tanto del ultimátum terrorista, pero sí de la posibilidad de asaltar el canal: de esa manera se resolvía esta clase de asuntos en la literatura que habían oído, en el cine que les habían dicho, en el periodismo que los entretenía y en la televisión que los había formado.
Otro desplazamiento. Intrínsecamente teórico, si me permite la digresión, estimado Sucesor, más que crítico. El de la industria cultural conjugada en una reproducción tipo meiosis –¿acaso los grupos terroristas se componen de células?– con la industria bélica.
El producto de ese entrecruzamiento, estimado Sucesor, goza de cierta fama desde la década del ´40 del siglo XX. Llamémosle, sin más, industria del entretenimiento 1. Opium populorum de la cual Realidad establece sendos desplazamientos de sentidos. Establezco aquí, estimado Sucesor, el segundo axioma crítico para leer Realidad (heredero de una impronta que mucho le debe a César Aira): el artificio televisivo Gran Hermano está ensamblado con el mismo grado de artificio bélico que Al Qaeda, y ambos son parte de una industria del entretenimiento.
Roswaig lo miraba como a un ser irreal. El choque de culturas y de mundos (o de dioses y planetas) entre un grupo y otro fue total. Fue un choque entre el Rating y el Corán. Para los talibanes lo que dice el Corán es bueno, y lo que no dice el Corán es malo. Para los productores el asunto funciona de la misma manera: lo que tiene rating es bueno, lo que tiene rating es malo.
Hacía rato ya que sus compañeros de encierro se habían dejado caracterizar por los guionistas y editores del programa, en roles que iban desde “el buenazo” y “la ingenua” hasta “el ladino” y “la infiel”.
Se recluyó en un ángulo de la habitación, debajo de una de las cámaras, y convirtió (involuntariamente, hay que decirlo) su cama en una Meca. Hacia allí peregrinaban en busca de consuelo los que habían sido nominados, allí se demoraban en un largo abrazo los que eran expulsados.
En su desplazamiento, los recursos mutan la lógica de la serie. Es decir, estimado Sucesor, que la televisión de Realidad sólo puede exhibir su making of –es decir, lo finito– gracias a la omnisciencia deliberada del narrador.
Gran Hermano hizo una pausa. Mucha gente creía que esas pausas eran las de un hombre sereno y reflexivo, pero en realidad se producían cada vez que Mario Lago se apartaba del micrófono para escuchar lo que un guionista le decía al oído.
Si lo que antecede fue leído como una novela, entonces no hay por qué decir lo que pasó con cada uno de sus personajes (sólo la realidad es capaz de contarlo todo). Pero el caso es que lo narrado hasta aquí sucedió: la muerte de Sailab –el primero en caer– fue real (giró sin soltar la metralleta y recibió una salva de plomo en el pecho, en la cara en un hombro, en una pierna).
Es siempre, estimado Sucesor, el intersticio de lo irreal, lo que socava a la realidad. En ese orden de lo argumental –que yo, estimado Sucesor, prefiero ordenar en un mapa de axiomas– los terroristas de Sergio Bizzio son un capricho más de la industria del entretenimiento. Es decir, son miembros del constructo mediático Al Qaeda.
La suya, estimado Sucesor, a pesar de la dinámica constante entre lo sagrado-profano, no deja de ser, sin embargo, una batalla de fines terroristas. (Es decir, de fines que persiguen algo del orden de la santidad).
“Dios mío, qué buen guionista sería este si dejara las armas”2
Por momentos se olvidaba de todo, dejaba la ametralladora a un lado y se ponía a pensar en la trama. De tanto en tanto, incluso, miraba de reojo a Roswaig y a Mario Lago para saber cómo iba qué opinaban. Estos momentos, en los que Ommar sentía que estaba haciendo un gran programa, eran breves y espaciados, pero muy intensos.
Comienza aquí, estimado Sucesor, el segundo paso de mi observación sobre los desplazamientos de lo real. Porque la crítica total implica el desplazamiento destructivo de una esencia opaca (y opa) hacia una creación genuina (y real). Los bordes de la ficción que rige a Gran Hermano, estimado Sucesor, se derriten.
La crítica total, estimado Sucesor, sólo admite su propia destrucción como inicio para la liberación de su completo potencial. Bajo un estigma casi paródico de ecos nietzscheanos (“el hombre que quiere perecer y ser superado”), se instala, mediante un desplazamiento destructor irreparable, lo real.
-Chaco, hubo un error –dijo Mario Lago–: el arma tiene balas de verdad. Tenés que parar, Chaco, ¿me oís? ¡No dispares…!
-Perfectamente –dijo Chaco.
Y le apuntó al corazón y disparó.
Lo que sigue es intrascendente y literal, pero también arbitrario: podría narrarse cualquier otra cosa, lo real no tiene fin, excepto si es leído como novela, con lo cual su conclusión no tiene que ver más que nada con el ritmo, con el gusto, con el espacio, con la forma o el capricho, como en un trip de realidad.
1. Sobre las implicancias estéticas de esa meiosis en particular, estimado Sucesor, existen múltiples escritos sobre el fascismo. Un dato perturbador para las buenas consciencias: Jean Paul Sartre escribió su mejor obra bajo la ocupación nazi.
2. Apelo al mal gusto de las negritas sencillamente porque el lector desprevenido puede no percibir la alevosa vecindad entre lo divino (“Dios mío”) y la violencia (“las armas”).
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