miércoles, junio 10

Para leer a Sarmiento

La Historia, estimado Profesor, la escriben los que ganan.
Así imponen su propio mapa de ideas.
Su única percepción y diseño de lo que fue y debe ser la realidad.
Claro que, a veces, este único discurso se cruza, como es inevitable, con oposiciones: con las otras ideas. Con el disenso de los derrotados, Profesor.
Pero, ¿qué pasa cuando ese discurso único y esa sola idea dominante se permiten el fugaz arrebato de cruzar la línea y de conocer en carne propia al oponente? ¿Qué pasa cuando alguien disiente consigo mismo, estimado Profesor, aunque sea en una única ocasión?
Hablemos de Domingo Faustino Sarmiento.
Sarmiento pensaba que el gran problema de Argentina era el atraso. “Civilización y barbarie". Como muchos pensadores de su época, entendía que la civilización se identificaba con la ciudad, con lo urbano, con lo que estaba en contacto con los ideologemas europeos. Y Europa, estimado Profesor, era el Progreso.
La barbarie, por el contrario, era el campo, el atraso, el indio y el gaucho. En una carta famosa, Sarmiento le aconsejaba a Mitre:



"No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes."


De entre los escritos de sus viajes, hubo uno (entre varios) en el que Sarmiento mismo ¿repensó?, ¿renegó?, ¿reconsideró? su propia prédica. Otorgándole algo de mérito a la Naturaleza en estado puro. A la ausencia total de Civilización. Incluso, estimado Profesor, llegó a darle mérito a ciertos aspectos de la Barbarie. Una ocasión en la que, lejos de criticar los paisajes indomables, los comparó con el Olimpo. Y hasta supo reconocer las miserias cotidianas de su amada vida de civilizada ciudad ante las ventajas prácticas de lo rústico y lo “salvaje”.

De entre sus viajes, aparece esta carta fechada el 14 de diciembre de 1845, dirigida al Señor don Demetrio Peña. Sarmiento, abordo del “Enriqueta”, relata, como en un recreo, su propia aventura y seducción por ese mismo ámbito “salvaje y bárbaro” que siempre había aborrecido. El singular episodio ocurrió en una misteriosa isla volcánica desierta en forma de montaña. Una isla cercana a la que imaginariamente habitara Robinson Crusoe:



¿Qué puede referirse en un viaje de Valparaíso a Montevideo, aunque esté de por medio el temido Cabo de Hornos, que vimos de cerca, rodeado de todos los polares esplendores? Por lo demás, una sucesión de días sin emociones que, de no haber sido interrumpidas por lo inesperado, se habrían perpetuado. Un porfiado viento nos llevó, a poco andar de Valparaíso, más allá del grupo de las islas de Juan Fernández, forzándonos a una calma de cuatro días abordo, hasta poder dar la vuelta completa a la isla de Más-a-fuera.

Esta isla, desierta desde siempre, suele ser visitada de vez en cuando por botes balleneros en búsqueda de leña y agua, pero está señalada en las cartas y en los tratados como inhabitable e inhabitada. Cansados de tenerla nosotros siempre en algún punto del compás, ceptamos la idea del piloto de hacer una incursión en ella, y pasar un día en tierra. Estaba, según él, poblada de perros salvajes que hacían la caza a manadas de cerdos y cabras silvestres. Un incidente, empero, nos suministró sensaciones para las que no estábamos preparados. Cuando a la moribunda luz del crepúsculo nos empeñábamos en discernir los confusos lineamientos de la montaña, divisose la llama de un fogón entre una de sus sinuosidades. Un grito general de placer saludó esta señal cierta de la existencia de seres racionales, si bien vino a sobresaltarnos el temor muy fundado de encontrarnos con desertores de buques u otros individuos sospechosos.

Contribuyó a aumentar nuestra la alarma la circunstancia de que, divisada esta luz, de inmediato desapareciera. La situación se hacía crítica y alarmante, pues la noche avanzaba y estábamos aún a millas de distancia, sin saber a qué punto dirigirnos. Preparándonos a todo evento, dirigiéndonos hacia donde la luz había sido vista, procedimos a cargar nuestras armas. Con esto y un trago de ron distribuido a los marineros, nos creímos en estado de acometer dignamente aquella descomunal aventura.

Llegamos al fin al pie de la montaña, ya muy entrada la noche. El piloto lanzó un prolongado grito que solo contestaron, uno tras otro, cien ecos de piedra. Después de un pavoroso segundo y tercer grito, creímos distinguir una voz que respondía al llamado. El piloto dirigió ahora la palabra en inglés, y en inglés le contestaron desde la ribera. Alguien se nos acercaba… y por fin dimos con él.

Supimos que en la isla vivían cuatro hombres, quienes nos recibieron muy sorprendidos y en cuyas cabañas podíamos pasar la noche. Al preguntarles sobre el fuego que habíamos visto antes, relataron que habían tenido miedo de vernos armados de pies a cabeza. El caso no era para menos. El joven Huelin, uno de la comitiva, llevaba las dos pistolas en pose de lord y nuestros huéspedes, ex marineros norteamericanos, con algún pecadillo de deserción en sus conciencias, habían preferido ocultarse.

En sus cabañas, ante el fuego hospitalario que secaba nuestros calzados, podían verse los objetos de aquella mansión semisalvaje. Cajas, barriles y otros útiles, originarios de algún naufragio, eran los muebles improvisados, hijos de la necesidad. Secuestrados en una isla abortada por los volcanes, estos cuatro proscriptos de la sociedad humana viven sin zozobras por el día de mañana, libres de toda sujeción, y fuera del alcance de las contrariedades de la vida civilizada.

¿Quién no ha imaginado pasar sus días solo en una isla? ¡Sueño vano! Se nos secaría una parte del alma si no tuviésemos sobre quiénes ejercitar la envidia, los celos, la ambición, la codicia, y tanta otra pasión eminentemente social, que con apariencia de egoísta, ha puesto Dios en nuestros corazones, cual otros tantos vientos que inflasen las velas de la existencia para surcar estos mares llamados sociedad, pueblo, Estado.

Satisfechas nuestras necesidades vitales y fatigados por tan varias sensaciones, llegó el momento de entregarnos al reposo, y aquí nos aguardaban nuevos y no esperados goces. Una hamaca acogió al joven Huelin, y a falta de otra para Solares (otro de la partida) y para mí, doscientas pieles de cabra distribuidas en una ancha superficie hicieron dignamente honores de elástica y mullida pluma.

Al día siguiente, nos propusimos salir a cazar. Emprendimos el ascenso de la montaña en cuya cima habíamos de encontrar las desapercibidas cabras. Después de escalar un enorme risco, encontramos que aquello era la base de otro risco, y así siete veces más, cual si fueran las montañas que amontonaron los titanes para trepar al Olimpo.

Por fin el momento de la caza había llegado; se repartió la munición y nos dividimos en dos grupos para atacar nuestras presas. Desgraciadamente la parte confiada a mi valor y audacia fue la peor desempeñada, y la derrota se hubiera pronunciado por el ala izquierda que yo ocupaba, si el enemigo en lugar de acometer como debió, no hubiera preferido por una inspiración del genio cabruno, emprender la más instantánea retirada.
Pero la confusión de la caza me desorientó, por lo que terminé extraviándome en aquellas sinuosidades tupidas como los dientes de un peine, gozándome en los peligros a cada paso renovados, internándome por entre la maleza, hasta que llegué por fin a la cúspide, pudiendo entonces oír los gritos del isleño que me buscaba, no sin sobresalto, pues había comenzado a llover y sin ayuda jamás habría podido lograr encontrar el camino de vuelta.

Después de todo, llevábamos una cabra cazada, no importa por quién, y esto bastaba para disponernos a emprender el descenso de la montaña. Inútil sería añadir que en las cabañas nos aguardaba un copioso almuerzo, en que los insulares habían apurado los recursos de la ciencia culinaria para desarmar el apetito desplegado por tan extraordinario ejercicio. Era aquello una escena de caníbales, que por vergüenza de mí y de mis compañeros no describo.

Siento mucho no poder describir esta vez el horrible naufragio y demás circunstancias que debieron echar a mis héroes a aquella isla desierta. Diré que 26 meses hacía que dos de ellos estaban allí, por ciertas razones policiales, y otro, de mayor edad, tan sólo estaba resuelto a pasar el resto de su vida como Robinson, sin envidiar nada a los más bulliciosos habitantes de las ciudades. El cuarto era un joven de 18 años que solicitó su extradición al “Enriqueta”, y hoy navega el Paraná. Williams, el más comunicativo de ellos, nos preguntó si Estados Unidos estaba en guerra con alguna potencia, haciendo un gesto de soberano desdén cuando se le indicó la posibilidad de una próxima ruptura con México. William se apoderó de nosotros y se habló todo, no diré ya con la locuacidad de una mujer, pues hay algunas que saben callar, sino más bien con la petulancia de un peluquero francés con aires de artista. Por él supimos que en un árbol estaban inscritos más de veinte nombres de viajeros, pero como era demasiado tarde y estábamos por irnos, le encargamos a él que gravase al pie de una roca los nombres de: Huelin. Solares. Sarmiento. 1845.

Tras haberlos forzado a aceptar algunas monedas y nosotros unas cuantas bagatelas, nos preparamos para partir deseándonos recíprocamente felicidad y saludo. Al alejarnos, los isleños nos dirigieron tres hurras, que contestamos con otros tres. A poco remar la Enriqueta nos recibió abordo, en donde era todo oídos para escuchar la estupenda narración de nuestras aventuras.

Sarmiento era tan apasionado a la hora de escribir como escrupuloso con los gastos de sus numerosos viajes. Escrupuloso porque los anotaba todos, Profesor. No porque creyera inconveniente gastar. Llevaba la cuenta de pasajes, regalos, ropa, libros, cenas y hasta de las limosnas. En su “Diario de gastos” puede leerse que el 15 de junio de 1846, en Mainville, Domingo Faustino anota:


Orgía – 13 francos y medio.
Como todo maestro, estimado Profesor, Domingo Faustico conocía la importancia de los recreos. Tal vez bajo esa misma idea, al menos durante unas pocas páginas, fue un ¿confuso apologista?, ¿sorprendido testigo?, ¿envidioso protagonista? de algo que, en cualquier otro momento, habría condenado. Y así, se permitió coquetear gustosamente con lo salvaje. Para inmortalizar por siempre el recuerdo de su “breve romance” en dos lugares dispares, cuyo cruce todo lo sintetiza: en una muy civilizada carta. Y en una muy bárbara roca.

Para leer a los zombies de George A. Romero

Cinco puntos alrededor de El amanecer de los muertos

George A. Romero (New York, 1940), el director y escritor de películas de terror evidentemente necrófilo (la muerte: obvia omnipresencia hasta en los títulos Night of the Living Dead (1968), Dawn of the Dead (1978), Day of the Dead (1985), Land of the Dead (2005)) aunque no por azar, implementó en sus películas una serie de innovaciones temáticas y formales que lo encumbraron como uno de los “popes” del género, convirtiéndose en uno de sus referentes más influyentes y prolíficos. Es, en suma, el inventor del gore: tripas sueltas, serpenteando sangre para salpicar a todos; escenas en las que cerebros (por poner un órgano) explotan de tal manera que pueda seguirse la trayectoria de sus muchos pedacitos por todo el decorado; sangre, sangre y más sangre, más algo de sexo bruto, son, en parte, un invento suyo. Inevitable, entonces, mirar una (cualquiera) de sus películas, al menos para reírse. Aunque también podrían mirarse para otras cosas.
Catalogado a fines de la década del ´60 como “cine independiente” (es decir, al margen del sistema de producción, distribución y circulación hegemónico hollywoodense, y, en consecuencia, inscripto en otros), el cine de Romero, con el tiempo, además de en curiosidad fílmica, pasó a convertirse, también, en una mercancía jugosa para los grandes estudios. Como dijo Theodoro Adorno, junto a Max Horkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración:

“Distinciones enfáticas, como aquellas entre películas de tipo A y B o entre historias de semanarios de diferentes precios, más que proceder de la cosa misma, sirven para clasificar, organizar y manipular a los consumidores. Para todos hay algo previsto, a fin de que ninguno pueda escapar; las diferencias son acuñadas y propagadas artificialmente”. (“La industria cultural: Ilustración como engaño de masas”, pág. 168, Ed. Trotta) [1]

Al margen de la actual onda remake en Hollywood, situación que, si bien exhibe cierta sequía mental de los guionístas asegura un público cuantioso de nostálgicos o amnésicos (Batman Begins, Starkey & Hutch, Charlie and the chocolate factory, Spiderman, Swat, The ring, Texas Chainsaw Massacre y tantas otras son algunas de estas películas ready-made), en las remakes de las películas de Romero (Night of the Living Dead (1990), Dawn of the Dead (2004)), además, como en todo el género terror, influyen otras cuestiones ligadas, indirectamente, a las razones de mercado. Razones generales que hacen al conflicto violento, la muerte y el pavor. Puntualmente, influye una de las producciones más constantes y expansivas del orden económico capitalista: la Guerra (y sus consecuencias).
El cine de terror se (re)produce en momentos históricos de (redituable) crisis y (funcional) ansiedad y pánico: Depresión del ´30, Segunda Guerra, Vietnam, Golfo Pérsico, Afganistán, Irak y G. W. Bush (lo cual explica un auge a largo plazo del género); pero, también, el proceso mismo de expansión y dominio neoliberal inexactamente bélico: marginalización y pauperización de la mayoría, concentración de recursos y bienes en la minoría, reestructuración de las normas de convivencia social y redistribución consecuente del espacio (público: villas miserias, privado: countries). Todo eso que esparce el FMI, y cuyo mejor ejemplo es Argentina.

De Dawn of the Dead (o El amanecer de los muertos, Z. Snyder, 2004), película a la que, por experiencia, no recomendaría intentar mirar con una mujer (más allá de la efectividad del chamuyo que justifique – o no – por qué habría que mirarla) pueden leerse determinadas ideas implícitas o explícitas que (insisto) hacen que valga la pena verla, aunque sea a solas:

1. El relativismo valorativo. Al inicio de la película se entremezclan escenas ficticias donde los zombies masacran personas, y escenas reales de noticieros reales donde las personas masacran personas. El contenido político llega a ser tan evidente en este punto que, hacia el final de la secuencia, dejan de ser los zombies quienes matan personas: son los marines quienes matan a unos y otros. (Podrían haber sido – pero no lo fueron – “terroristas”. No: eran marines, en las puertas de la Casa Blanca).
El zombie, esa entidad sin origen exacto (nunca se explica la razón por la cual surgen), sin condición exacta (¿está muerto, está vivo?), sin nada más que la necesidad de devorar humanos, se presenta, de entrada, como un “algo” que no es el absoluto opuesto de los vivos. Y no lo son porque, tanto éstos como aquellos, se manejan con los mismos protocolos de sadismo y morbosidad para con un Otro, si bien (y esto es lo relativo), varían los respectivos criterios de aplicación de la muerte (Biopolítica). ¿Unos matan con una razón y otros sin? Tal vez. Pero, ¿es tan fácil atribuir con exactitud quiénes son – en la película - los que matan con o sin ella (es decir, por una causa, sino razonable, lógica)?
Hay una situación que atraviesa toda la película (y a todas las películas de Romero) y es el constante conflicto (violento) entre los humanos (en este caso, los atrincherados en el shopping). Ellos – y no los zombies -, tal vez los últimos hombres de la Tierra, más de una vez, furibundos a causa de una eterna disputa de poderes y liderazgos, de espacios y recursos, llegan, casi, al punto de matarse entre ellos (y lo hacen). Los zombies, por su lado, no. Lo cual nos lleva al punto…

2. La neutralidad valorativa. Como el Mercado (real), esta sociedad (la de la película) no distingue ni diferencia (en tanto éste aspecto concreto: el valor -moral, biológico o racional-) entre humanos y zombies. La película termina cuando los vivos, quienes desde la terraza del shopping se divertían con el ejercicio (sádico) de practicar puntería con la cabeza de algún errático zombie (como lo hacía aquel oficial alemán con los judíos del campo de concentración – judíos que, igual que los zombies en El amanecer… subsistían bajo una categoría biopolítica de excepción, en un espacio por antonomasia de excepción (natural y jurídica) - en Schindler´s list, La lista de Schindler), estos “humanos vivos”, decía, terminan finalmente, por convertirse, también, todos ellos, uno a uno, en zombies. Es decir que, si al principio de El amanecer… ya se plantea un grado de igualdad valorativa relativa entre zombies y humanos, el desarrollo de la trama y la acción termina por eliminar lo “gradual” de esta comparación para terminar de proponer que, de hecho, los unos son los otros.
Todo esto es, además, un fantástico escenario para el gore, porque no se escatiman oportunidades para ver sangre (o la compleja variedad de efectos que pueden tener toda la gama de armas de fuego disparadas sobre cuerpos), pero es así que se consuma la neutralidad valorativa entre zombie/humano. Ahora bien, planteadas las cosas, ¿no eran ya todos “zombies” desde el principio? El estado miserable de los zombies se identifica con las miserias humanas del grupo humano de sobrevivientes. Un parentesco, evidentemente, los unía.

3. La biopolítica. Es decir, una soberanía sobre lo viviente; una eugenesia (una noción de aquello que es “mejor” para el “sostenimiento y mejoramiento de la raza”) aplicada desde un grupo prioritario (los humanos sobrevivientes) hacia un grupo Otro (los zombies). Biopolítica es el sistema de capturas que incluye la normalización, identificación y vigilancia sobre los cuerpos (individuales y grupales: humanos, zombies y humanos entre sí). [J. Habermas].
En la película esto es muy claro desde el momento en que se discute abiertamente cuáles son las fronteras de la vida y cuál de éstas merece (o no) ser vivida. ¿Deben ser todos los zombies destruidos? ¿Quién (y cuándo) es zombie? ¿Se es zombie a partir de la mordedura de otro zombie, y por lo tanto eso legitima el asesinato del no-vivo-no-zombie-todavía? ¿O se es zombie, en cambio, recién a partir de la muerte de “lo vivo” y la “resurrección” de esto indeterminado que es el “estado zombie”? Son situaciones concretas que plantea la película, y son interesantes porque, con la medicina actual, la categoría “muerto/muerte” también es discutible y discutida (eutanasia, muerte cerebral, muerte clínica, estado vegetativo, clon, etc. son categorías que podrían reemplazar – y lo hacen - a las categorías antes nombradas). “Muerte cerebral” es un término interesante, si se considera que sólo después de destruido el cerebro es que los zombies mueren (único órgano, en la realidad, que aún no puede ser transplantado y que determina, finalmente, quién está vivo y quién no).
¿Cuándo hay, entonces, muerte? Y si la hay, ¿es por una enfermedad? Sea lo que fuere, (y ser “zombie” puede considerarse – porque se la presenta desde la primera escena como tal - una “enfermedad”), la nueva antropología zombie enarbola la enfermedad, también, como su principio y como su disidencia. ¿Con qué? Con “lo Humano”: de ahí que, entonces, a diferencia de lo que ocurre con los vivos, la herencia deviene contagio; la filiación deviene epidemia; el poblamiento por reproducción sexual deviene poblamiento por contagio asexual (la mordida). [Deleuze-Guattari].
Los espacios (el shopping, la calle) son los campos de acción de estas biopolíticas sobre un cuerpo múltiple y heterogéneo. Allí, Longevidad y Muerte son aplicadas por unos sobre los otros (igual que el oficial nazi sobre los prisioneros del campo de concentración).
Y, además, ¿cuáles son los humanos “más aptos” para mandar sobre el resto? Volviendo a las preguntas que articula la película: ¿Quiénes, dentro del “grupo humano”, representan una amenaza y deben ser recluidos o eliminados? Y aquellos “aptos” cuya “vida merece ser vivida”, ¿deberían - ¿por qué? – aliarse y reproducirse? En la película hay sexo, pero no hay reproducción (al menos reproducción humana). El sexo, que tiene lugar en el shopping, se practica como todo aquello que prolifera también en un shopping: como un objeto de consumo, una mercancía pasatista y fugaz. Lo cual nos lleva a…

4. El zombie. (Sobre la etimología de “zombie”: acá). Esta nueva entidad disidente, de entes erráticos, sin órganos excepto el cerebro; no orgánicos y discontinuos. Los zombies, en la película, surgen sin explicación. O, mejor: no “surgen” sino que son “lo dado”. Están porque ahí están. Y sean un “espacio de excepción” o no, ellos – los zombies – son quienes prosperan y terminan por superar a los humanos. Ellos son los que ganan, pero, de nuevo, habría que ver hasta qué punto funcionan como un “ellos” y no como un “devenir de lo humano” (devenir zombie de lo humano). Algo es seguro: no son monstruos; no están clasificados como monstruos sencillamente porque no son ni pueden ser clasificados. Escapan al sistema mismo de clasificación (no son ni vivos ni muertos; no son “humanos” pero, a la vez, lo son; nadie fue el zombie originario pero todos pueden ser el siguiente, etc). Lo más evidente, según los puntos 1. y 2. es que, en realidad, son la encarnación pura del “homo hominis lupus” de Hobbes:

“El Estado es un "artificio" que surge para remediar un hipotético estado de naturaleza en el que los hombres, guiados por el instinto de supervivencia, el egoísmo y por la ley del más fuerte (la ley de la selva), se hallarían inmersos en una guerra de todos contra todos que haría imposible el establecimiento de sociedades (y una cultura) organizadas en las que reinara la paz y la armonía. Sin un Estado o autoridad fuerte sobrevendría el caos y la destrucción (la anarquía), convirtiéndose el hombre en un lobo para los otros hombres, según la célebre frase de Hobbes: "homo hominis, lupus".

Dicho lo cual, se contaminaría toda la lectura de la película con una visión puramente reaccionaria de la Sociedad y no, como acá se pretende, con una visión “evolucionista” (entendida ésta al amparo del punto 2.).
Los zombies son el estadio último del devenir humano en el contexto mundial y económico Occidental: se devoran al Otro con tal de complacer sus necesidades y, además, como los vivos cuando “están en uso de sus facultades”, se agolpan – qué divertido, qué igual - en los shoppings…

Las calles circulan de otra forma, se meten adentro, son otros sus registros y otras son sus custodias. Endocircuitos. Se auspicia vigilar más el custodiado shopping, esos reclusorios donde nadie se amotina, y desechará la circulación por la plaza pública. Lo cerrado se ofrece como el imaginario relevo pero clausurado por seres de clausura, anhelos entre semejantes que recusan el espacio abierto porque, dicen, nos exige el acarreo de sospechas. Violencia virtual continuada, polución social y riesgos de seguridad que (nos) someten a una socialidad impugnada. Es notable un impulso vigilante que hasta regula los tiempos. La vida del paseante, figura proverbial de la literatura moderna, trocó en transeúnte de anonimidad absoluta. La novela negra, policial, ha devenido caricatura, burdo maquillaje en blanco, teleteatro de terror banal. Una curiosa racionalización es aquella a través de la cual parecen medicalizarse fenómenos y violencias del discurso social. La enunciación arrasa con lo enunciado cuando se imputan al delito diagnósticos de enfermedad metastásica, un mal social terminal de las sociedades modernas, al modo de epidemias que azotan con pronósticos reservados de mortandad, de carácter epidemiológico y sanitario. El pronóstico se agrava cuando se trata de un delito que contagia. (G. Kaminsky, Fragmentos de un artículo publicado en la revista Pensamiento de los Confines, 2005)

El primero de los zombies es una nena. Joven y con todo el futuro por delante. Así se da inicio al amanecer de los muertos: a través de los exponentes más prometedores de la Humanidad: los chicos. Y esta prosperidad natal, esta proliferación, este fortalecimiento “contagioso” del devenir zombie llega a su cima cuando de entre la cruza entre una mujer (mordida por un zombie) y un hombre (indemne) nace – en una conmovedora escena de parto – un bebé zombie. (La escena, de todas formas, es muy ambigua en tanto que se presta a un obvio chiste racista). En fin, ellos – los zombies – sí logran reproducirse, porque tienen un fin concreto: proliferar a toda costa, encumbrar esta nueva antropología disidente y contagiosa. Son, en todo caso, el último eslabón en la evolución del homo economicus y el homo politicus.
Otra vez: se trata del amanecer de “los muertos” y, en consecuencia, del ocaso de “los vivos” (es decir, ocaso de quienes sostenía la hegemonía biopolítica sobre aquello que debía ser - y no ser - “lo vivo” o “lo humano”).

5. La política. En lo que hace a los lineamientos generales de la reorganización social, dentro del bien definido espacio del “nuevo Estado” (el espacio cuyos límites rígidos determina el shopping), éste tiene como principal característica la anomia: la ausencia de ley jurídica (el policía encarnado por Ving Rhames está en el mismo horizonte legal que el vendedor (Jack Weber) o el dealer Andre (Mekhi Phifer) o la enfermera (Sarah Polley) o el vigilante privado (Michael Kelly), y a partir de allí, entonces, en este nuevo Espacio/Estado, aquella ley real “del mundo” (acotada, definida y consensuada por una minoría de expertos; ciega, teórica y abstracta) se descompone y se reformula para devenir – también - en otra ley (abierta, indefinida y consensuada por la totalidad comunal; interesada, pragmática y concreta), la nueva ley para y de “lo que queda del mundo”. Y sin embargo, la lucha de clases persiste: el latino (Michael Kelly), como en toda película yanqui, se adueña del rol más cavernícola y reaccionario, mientras que los personajes negros deben (de nuevo) legitimar su presencia sólo a través de la sumisión ante los personajes blancos, quienes, como de costumbre, lideran el grupo social en general y a casi toda la trama de la película.
La política económica también desconoce a su precedente “real”: los artículos de consumo del shopping pierden su valor de cambio; la desaparición del circuito comercial los reconvierte en meros objetos de placer y de goce recreativo, gratuitos y, por lo tanto, al alcance des-regularizado de la totalidad de los habitantes. De este modo, el cantante coral de la iglesia podrá probarse, tranquilamente, los más caros zapatos de mujer (con lo cual también se redefinen algunas categorías sexuales: la libertad sexual); el negro marginado podrá jugar al basket con las mejores prendas que le plazcan; el acceso a la tecnología (televisores, cámaras) y a los inmuebles varios será irrestricto y libre. Sólo las armas serán bienes codiciados y restringidos.
Claro que, como esta es una sociedad humana al borde de la extinción, y en perpetuo fracaso, ambas prácticas políticas (sociales y económicas) sucumbirán. La expansión cualitativa y cuantitativa de este “nuevo Estado” fracasará (la isla deseada era otro espacio zombie) y la libre circulación y el libre acceso - real - a los bienes se terminará en cuanto dejen de existir aquellos capacitados para producirlos. Ante el amanecer de los muertos, las utopías humanas están condenadas al fracaso.

Para la tercera parte de la saga, Land of the dead (G. Romero, 2005. Con Dennis Hopper y J. Leguizamo), la situación es de renovación y cambio:

“…los humanos intentan "entretener" a sus contrincantes con, por ejemplo, festivales de fuegos artificiales e involucionan con otras prácticas cada vez más sádicas, los zombies -en cambio- evolucionan en una suerte de darwinismo de los marginados y desposeídos. Así, no tardan en surgir un líder (negro) como Big Daddy (Eugene Clark) y luego un ejército que -en una lograda parodia de "2001, odisea del espacio"- empieza a descubrir, además de sus predilecciones canibalistas, sus poderes comunicativos, sus fuerzas y, finalmente, las armas que están a su alcance.” (Más info, aquí).

A propósito de su trilogía zombie (Night/Dawn/Land of the Dead), Romero recalcó una idea central: que vivimos en un mundo que, “ignorando toda enfermedad social, genera una noción sintética del confort”, de ahí que lo importante sigue siendo dotar de algo de personalidad a sus zombies: “algo que nos recuerde que los muertos vivos somos nosotros”.




[1] En cualquier videoclub puede verificarse: además de la división, a veces cómica, de géneros, existen categorías curiosas como “cine de autor” (¿porque hay cine anónimo?), “cine arte”, “cine de culto”, etc.

Para leer “La vida en pijamas”, de N. Moret

Atiborrado de tareas y pedidos, reclamado desde los más diversos puntos del país, el Gordo Gostanián, el agente literario del staff de Mavrakis y Valdés, visitó Buenos Aires y, de pasada, ocupó durante toda una tarde una de las computadoras de nuestra – llamémosle – redacción. Interesado en el fenómeno literario virtual – y también de jardinería: el bonsái es correlativo a la blog kultur -, el eminente crítico navegó por distintas páginas de entre cierto bookmark. El resultado es el siguiente: una acotada reseña crítica alrededor de textos del blog La vida en pijamas, de Miss Natalia Moret. Cabe señalar que el Gordo Gostanián, en La Biela, sólo repite – por ciertas – tres ideas fundamentales: ni el boxeo, ni la literatura ni la comedia son artes donde las mujeres tengan algo decente que aportar. Por supuesto, hasta el Gordo tiene deslices.

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Las correlaciones espacio-tempo-orales. Es decir, una unidad de lugar, una unidad temporal y una unidad de significantes resemantizables; palabritas que se doblan – y fíjese Mavrakis: Moret escribe prosa poética: escribe haciendo alarde de la manipulación de las palabras como materialidad sonora y también como materialidad referencial: ¿qué, cómo, cuándo?: poesía en prosa – palabritas que se doblan, le decía, y permiten que en su propia curva asome una historia más, una subrepticia lamentación amorosa, con leves añoranzas sexuales - otra vez una vez más y otra el mismo sueño *suben-bajan-estanquietos* sobre tu cama doble – que por fin reúnen su espacio – un semipiso – su tiempo - los días los meses los años los siglos – y su objeto: cajitas chinas por escrito, muñecas rusas gramaticales: la interrupción – anote esto como un mérito, Mavrakis, como un logro real – de una lectura cuya linealidad inevitable se las arregla muy bien para jugar con lo inesperado y sorprender. El resultado: una lectura adherida en el vértigo de un desentrañamiento.

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Una operación: restituir un abanico de significados literales añadiéndolos como continuidad textual del significante. Es decir, no dejar nada al libre albedrío. Componer palabras y recomponer su lectura: que quede claro yo no quiero *la estratagema no es* hacer de esto una voligoma estirada que se ponga vieja para que se le pegue sin ninguna discreción cualquier polvo que hormiguee en estas Indias que venimos a compartir vos y yo y los otros…

Entre asteriscos lo que vale es la intención: escritura y simultánea reescritura. Como quien construye una pared y se cuida de concatenar los efectos específicos de cara poro. Y la operación no limita al lector: le revela, en cambio, aquello que pudiera habérsele escapado. La intención de la voz narradora más allá – pero continua – a sus propias palabras.

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La colocación en el eje horizontal de significaciones de valor vertical se aplica de nuevo. El metatexto recurre al contexto: mass-media: del jardín nimio de la blog kultur a las grandes campañas de publicidad televisivas.
Entre la noticia cotidiana – el circuito de la información – y la saciedad de información para el lector – el circuito de la vida íntima -.

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Fragmentos de un discurso amoroso.
¿Fragmentos de un discurso amoroso?
¿De un discurso?

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El problema con el registro del discurso amoroso es que brota como un géiser. Desde algún grado de profundidad que remite a un interior – llamémosle a ese interior “un pasado”: remite a algo anterior -. Entonces emerge prácticamente de la nada. Las palabras se leen como si se estuvieran oyendo gritos provenientes de algún departamento lo suficientemente cerca para entender qué dicen y lo suficientemente lejos para no entender por qué lo dicen. Una hipótesis: la espacialización – es decir, un juego con las distancias, con lo alcanzable, con lo, en última instancia, perceptible – de la palabra: lo estás logrando mi amor nada de esto será tuyo y lo que es mío yo no quiero que lo toque nadie
yo sé estas cosas quedan mal *es de derecha* pero es así yo soy más linda y es natural que *exija aumento o no tenga razón*

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La escena ahora es cotidiana, sin embargo coloca en escena la razón del procedimiento de escritura: hay una linealidad propia del evento en cuestión: alguien duerme y sueña. De repente, esa linealidad se altera: la otra noche vieras cómo te prendiste será que hay algo o *hubo algo ahí* que te dio miedo la pesadilla o viene siendo algo de antes
te musitaste un par cosas entresueños perspicacia onírica de insólita finura todo esto ahí nomás de mis oídos y ahora hay algo que sé y *no entregaré a nadie*

El “entresueño” que se cuenta podría ligarse – y de hecho se liga - al “entre asteriscos”: ese momento en que la linealidad de palabras admite el pliegue por el que se cola una idea más, un significado más, algo, en definitiva, que proviene de aquello que la linealidad deja del otro lado de su cerco pero que provee – como los murmuros del entresueño – elementos significativos. Por supuesto, la tentación más gratuita es caer en psicologismos: conste que me abstengo de ello, Mavrakis. Pero no descartaría la lectura psicoanalítica para encarar esta modalidad de escritura como irrupción de un inconsciente. Algo ligeramente distinto a aquellas maniobras de escritura automática, por supuesto. Casi le diría que todo lo contrario. Si le parece llamarlo de algún modo: inconsciente literario. Es decir, un inconsciente que por el oficio poético es – y no puede ser de otro modo – vigorosamente conciente.

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Picos del discurso amoroso.

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Cuando de voz histérica se trata, no es vanagloriarse gratuitamente el decir que todo lo que podía decirse sobre la voz histérica fémina está dicho – y escrito – en cierta reseña sobre cierta novela de cierta Romina Paula.

martes, junio 9

Parar leer “¿Vos me querés a mí?”, de R. Paula

Spinning on an axis
Existen las voces que articulan su deseo y en ese orden de las cosas establecen una (su) linealidad. Las que no pueden articularlo, giran, casi siempre, sobre su propio eje. Orbitan – o mejor: están encarceladas por la órbita – alrededor de un eje inevitablemente enlazado a sí mismas (spinning on an axis, en la metáfora de Sir Paul McCartney).

La quintaesencia de cierta literatura de género – opto por llamarla así, Mavrakis: literatura minita, ¿te parece? – es intentar bordear con la literatura esta voz – que es, por supuesto, una figura retórica - incapaz de articular su deseo, y que suele ser, siempre, la voz femenina.

Claro: es una torpeza misógina asignarle el carácter minoritario a la voz femenina por su sola condición cromosómica. Las minoridades no se constituyen a razón de lo numerario. Se constituyen a razón de la designación, siempre arbitraria (siempre necesariamente arbitraria), de las mayorías. Es decir: en un mundo de hombres heterosexuales, la voz femenina (la mujer) es la minoría. Aunque, demográficamente - ¿pero qué importa esto a la mayoría real? - las mujeres sean la verdadera mayoría.
Y la literatura, queriendo mojar su galleta en la cuestión, se acercó a esa minoridad con la intención de elaborar una voz. Y, paulatinamente, esa voz se fue multiplicando y diseminando (por ejemplo: La romana es una voz fémina rotundamente disímil, por mil y un razones, desde Flaubert, que no vienen al caso, a la de ¿Vos me querés a mí? )

Otra torpeza sería creer que, porque la autora tiene aproximadamente veintitantos años y habita los espacios de su novela; porque tiene inquietudes (estéticas), porque tantos etcéteras más o menos azarosos, recurre a la literatura como quien apela a una aparatología del yo.
Lo cual reduciría al libro a un ejercicio más o menos interesante de autoayuda. Entonces se lo podría leer y derrapar, al momento de comentarlo, en todos los lugares comunes – que no son sino las comodidades de la mayoría – para sostener que: se trata de una novela que refleja a una generación (¿?), que retrata el habla de la juventud porteña (¿?), que el logrado registro de la oralidad, que la tragedia insoslayable de la juventud postdevaluación, que la histeria. Etcéteras.

La literatura no tiene el deber de reflejar nada. Y si está impresa sobre buen papel, ni siquiera deber ser traslúcida. (Por otro lado: el género autoayuda no es todavía literatura). La literatura es una reivindicable serie de operaciones de distinto orden y de distinta graduación. Hablamos de literatura y hablamos de la figura retórica de una voz.
Se trata de ver cómo funciona eso en el libro, ese objeto que nada tiene que comprender ni resolver de la vida.

Voces melindrosas e irritantes
De entre las variantes de esta voz fémina, Romina Paula trabaja sobre la más melindrosa e irritable: la voz fémina de una veinteañera. Porteña, ABC1, convulsiva, insistente, carne opulenta de diván (las psicólogas, chamanes del ABC1), con inquietudes: la voz fémina de una veinteañera enérgicamente histérica – pero veremos hasta qué punto esta palabra sólo se coloca por inercia -. Una voz melindrosa e irritable/irritante.

“¿En serio? ¿Y yo me enojé por eso? No puede ser. Bueno, no importa, la cosa es que me quedé pensando y la verdad que no sé si sirve de algo que te lo diga, pero igual te lo quería decir, que nada, que estuve pensando y que viste que la última vez que nos vimos yo estaba un poco rara, bah, como que me fui poniendo rara, porque estaba todo bien, pero en un momento me puse a pensar y como que me colgué porque es algo es algo que me pasa siempre, y ya sé cuando me empieza a pasar, me doy cuenta y no quiero que me pase, viene y ya sé, es una sensación que ya conozco y trato de combatirla y bueno, en eso estoy, y no es algo de lo que vos te tengas que hacer cargo, es algo más mío en realidad, pero es como que me miro de afuera y me pregunto “¿pero está bien esto que estoy haciendo”?.

No se trata de inventar nada, se trata de trabajarlo de manera innovadora. La voz fémina – este tipo particular de voz fémina, la de la veinteañera cuya existencia es siempre una crisis – está extraordinariamente construida, por ejemplo, en la Samantha de Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís.

Y, por ser una voz fémina ligada a lo minoritario, también se vivifica, por ejemplo, en la voz de Manuel, el narrador gay de Los amigos que perdí, de Jaime Bayly:

“Gracias, Sebastián, por todos los besos que me diste, por los inconfesables placeres que me enseñaste. Debo a ti la clara (y melancólica) certeza de que un hombre bien dotado para el amor puede procurarme ciertos placeres que una mujer, por muy hermosa y atenta que sea, no podrá concederme nunca. Como dice el bolero: contigo aprendí. Aunque, ahora que lo pienso, nuestra aventura fue brevísima, pues no duró más de tres meses. Pesa sobre mí la culpa de haberla terminado. Como te dije antes, me asusté, me acobardé, sentí que estaba enamorándome de ti y salí corriendo. No tuve coraje para vivir ese amor que pudo ser. Me he quedado con la triste sensación de que pudiste ser el hombre de mi vida, pero yo no te dejé: cuando sentí que perdía el control, un impulso autodestructivo me hizo vender ese departamento y alejarme de ti. Tomé un avión, me instalé en Miami y traté de olvidarte. ¿Por qué fui tan imbécil? ¿Por qué corté con tanta crueldad aquella ilusión, precisamente cuando todo iba tan bien? ¿Por qué te dejé desconcertado y me condené a tu ausencia? Cobardía, pura cobardía. Te quería, pero no me atreví a sentir ese amor, a dejarme invadir por ese amor, a vivir – aunque toda la ciudad me viese escandalizada – mi pasión por ti. Así de cobarde puedo ser, y tú lo sabes bien”.

En calidad de figura retórica, la voz fémina es un objeto literario preexistente, dado a las reapropiaciones y usos permanentes. En este caso – en el caso de Bayly -, una resignificación de la voz fémina: la histeria como robo simbólico a la minoría mujer por parte de la minoría – aún menor - gay.

Silly love songs
Si en ¿Vos me querés a mí? Existe un artificio literario, es el de darle un marco propio a esta voz que no puede articular deseo. Entonces la voz fémina deja leer una competencia – la propia capacidad de articular – pero falla, una y otra vez, en la emergencia de una actuación concreta: esto es: articular su deseo. En esa línea, el capítulo “¿Vos me querés a mí?” es la mise n´ scène de esta falla entre competencia/actuación: 7 páginas de rodeo de la voz fémina para preguntar, en definitiva, una sola cosa: “¿Vos me querés a mí?”

Que es la clase de pregunta – la tragedia de una voz fémina atrapada entre los sentimentalismos de su propia competencia/actuación - que puede ponerse en serie con cierto bovarismo para llegar a la retórica de la revista Cosmopolitan – “¿Y vos en qué andás? ¿Tu chico?”-: el trazo de una fraseología que remite inmediatamente a toda canción – en voces también tipificadas, seriadas - de amor pop. Allí entonces los problemas sentimentales y los de sexualidad (problemas de inacabamiento):

- ¿Resultadista? No entiendo qué me querés decir.
- No, nada, que ahora me decís estas cosas y fue justo la última vez que nos vimos que no pudiste acabar y entonces.

Montajes 1
Hay una serie de montajes – el cine, que está también en la novela, remite al montaje -. En “El vómito de tu gato debajo de tu mesa el día que cumplías veintidós años” (título que, de paso, es todo un montaje: tiempo, lugar, objeto, sujeto, etc.) se leen montajes distintos. El que reúne la mención del no-lugar (“ese sitio más parecido a un no-lugar, a un aeropuerto”) para inmediatamente comenzar a tratar la sensación de no-pertenencia propietaria (“bajo la mesa de junco y vidrio de tu living o mejor dicho del living de tus viejos, del living de la casa de tus viejos en tu cumpleaños – eso sí, eso sí es tuyo y te pertenece a vos y nadie más – tu cumpleaños”), pero sobre todo el otro montaje, más sutil, significativo, literario, entre la primera persona (“Mi gata, entonces, se retorcía convulsiva”) y la segunda persona (“Tomás la pala un papel de rollisec y te le animás al pato…”), allí donde la exteriorización de la escena parece representar repudio ante la clase de obsequio inesperado que patentiza una red de relaciones de pertenencia/no-pertenencia y dispara una ansiedad construida en la sintaxis. La ansiedad de la voz fémina que quiere y no puede (competencia/actuación).

Otro repudio: hacia el universo desconocido de la masculinidad – “son todos iguales” -:

“Faltaría agregar nada más que sufro – según el veredicto de mi estimada A. – de un agudo cuadro de lo contrario a la misoginia, o más precisamente de su equivalente masculino (que no es misantropía), mal para el que – vaya ironía – aún no ha sido inventado mote alguno”.

Woody Allen
Annie Hall es la película – la obra de montaje - sobre la histeria y la ansiedad y el sexo. En ese sentido, traza conexiones con la novela:

“¿No querés sentarte sobre mi cabeza que hay lugar? Genial, genial W. Allen irritado por el neoyorquino imbécil escupiéndole teorías en el cuello, un momento genial. Vuelvo a marearme y es hora de partir”.

(Se trata de la escena en que Marshall McLuhan sale detrás de un cartel y calla al “neoyorquino imbécil”, Woody mira a cámara y dice: “Ojalá la vida fuera tan sencilla”). Para tener en cuenta – otro de los montajes patentes en la novela – es la escena en la que Diane Keaton, en la cama con Woody, se levanta separándose de su cuerpo - que permanece en la cama con Woody, quien quiere hacer el amor con ella - y se sienta a fumar en una silla, mientras él la reclama entera (importa retener esta cuestión: la competencia de “querer” / la actuación de “coger”).

Exasperación
Ansiedad y sintaxis: la exasperación de la palabra. Una substanciación de la histeria (según Lacan: la satisfacción alcanzada mediante la expresión de una insatisfacción):

“E ir a pedir ese tema y no otro tema, ese tema que viene a ser como un himno y la charla, el diálogo a escasos centímetros una de la otra y los nervios, esa sustancia que desconozco, ascendiendo desde ese otro lugar ignorado o hasta entonces inexistente”.

“Y el mareo, vos que sabés, ¿puede tener algo que ver con eso? No es fiebre, eso dicen, eso es otra cosa y vamos a llamarlo por su nombre. Creíste venir afiebrada y te equivocaste…”

Entre el Enamorado y la voz fémina, el intercambio está mediado por cierta violencia simbólica.

Montajes 2
“No se lo puede tener todo. La represión casi supresión de lo instintivo es prácticamente todos los aspectos, todas las esferas y después la explosión de salvajismo tras la puerta, ahí nomás, un agolpamiento de gemidos, interjecciones, de sudor y espasmos. ¿Cómo es que puede y debe serse tan animal entonces si antes no y después tampoco y luego menos?”

El montaje esencial: el Sujeto (Conciencia) y el Objeto (Animal). ¿Por qué no se puede hablar de histeria en esta novela? Por un montaje literario. Entonces, lo Animal se armoniza con lo corpóreo (hyster, la matriz femenina) y la Conciencia ardorosa armoniza con la afección (itis, la inflamación). Hystera, Hysterikos, Histeritis. Cuerpo (Objeto) y Conciencia (Sujeto) en tensión. El montaje – ese ardor sintáctico - entre la voz fémina y el cuerpo femenino (siempre ligados al torbellino sentimental y las desavenencias físicas) provoca no leer histeria sino histeritis.

- Mirá, tenés una pequeña llagita en el cuello del útero, no es nada grave, no te preocupes, pero va a ser mejor prestarle atención.

Montajes 3
“Yo nunca la quise a mi mamá, ¿sabés, Ini? No era una buena mujer, siempre tan amargada, yo no sé cómo la soportaba mi papá, que a él sí lo quería mucho, un hombre muy bueno, muy generoso. Ella vendía lencería, Ini, en esa época, ropa interior, y se la pasaba todo el día en el negocio…”

La novela familiar. El personaje de la abuela como registro de la melancolía, una novela histórica personal. Uno de los montajes.

Otro montaje: el monologismo como confesionario:

“Pero a lo que iba es a que mi deseo es que alguien me quiera por ser como soy cuando estoy sola, ja, por como soy cuando estoy sola, cuando estoy siendo sola y que me mire y me sonría ese alguien otro y me apruebe y acompañe y calle, tolere, eso, que sobre todo tolere mi silencio pero desde un lugar de sábado de sol por la tarde…”

Otro montaje: el diálogo como distanciamiento:

- ¿Y el pibe qué onda?
- No, todo bien, ¿qué me va a decir? Me dijo que no se preguntaba mucho eso, que a él le gustaba estar conmigo y listo. Eso me dijo. Después cogimos y todo bien.
- Sexualmente a pleno, ¿no?
- Bueno, no sé si a pleno, pero todo bien, sí, está buenísimo, la verdad que todo bien.

¿Distanciamiento respecto a qué? Al monologismo, que es el momento en que – ya veremos, ya veremos – la voz fémina más se acerca a perfilar, de una vez por todas, su deseo. Al margen de las instancias de diálogo – con amigas, terapeuta, madre, novio (“chico”, dice Cosmo) -, al margen de todo intercambio, la Conciencia – suerte de voz crítica: es decir, voz que le asigna coherencia a sus propios signos - se permite, mediante el monólogo, dar forma al deseo. El deseo – lo que se quiere, lo que no se quiere: la fantasía romántica (el amor) vs. el acto sexual (coger), esa tensión constante – como acto de lenguaje a orillar sin la mediación de terceros:

“Actuar es ejecutar y coger es morir, decir coger es una forma de distanciar y distanciar es minimizar, minimizar es preservarse y preservarse es querer morir un poco menos”.

“Creí que sabías que yo sí valoro las palabras, no sólo las valoro sino que las recuerdo y las colecciono, las colecciono y las cuido, cuido de ellas y por eso te pediría en ocasiones futuras recurras a ellas con más cuidado, con muchísimo recaudo…”

El deseo poetizado – “yo si valoro las palabras…” – y el conflicto central de la protagonista: la voz fémina de una veinteañera, porteña, ABC1, convulsiva, insistente, carne opulenta de diván (las psicólogas, chamanes del ABC1), con inquietudes: la voz fémina de una veinteañera enérgicamente histérica; una voz melindrosa e irritable/irritante de la artista – ejecutora del montaje propio, de un estilo poético propio: apropiación de la figura retórica - que sólo quiere enamorarse (nada más, nada menos) a pesar del ruido. Ese ruido es: la novela familiar, el discurso psicológico, la consejería materna, el intercambio fraterno, el discurso amoroso, etc.: todos esos elementos que constituyen el montaje literario – un artificio, como el amor - de ¿Vos me querés a mí?:

“¿Cuántas etapas de proceso, cuántos materiales y personas median entre ese resabio de materia prima que nos alcanza y uno mismo? Intolerable. Y todo todo todo todo no es más que nacer reproducirse y morir donde toda la gran parafernalia cultural no es más que un ruido, un ruido, un gran gran ruido heterogéneo hecho por todos a la vez, para no escuchar/enfrentarse a ese abrumador y abrumador silencio. Y en el medio, el cruel invento del amor”.

Montaje 4
Los sueños. Hay dos tipos de textos que atraviesan la novela: textos oníricos – la relación de sueños – y textos cinéfilos – la relación de películas -.

La película es la lógica del montaje. La construcción.

El sueño, por otro lado, es aquello sólo interpretable. La clave, sin embargo, no se revela. Pero se repiten – hay múltiples relatos oníricos – fundando el juego propio de su propia esencia. Esencia – significado, interpretación del sueño-, se entiende, nunca develada. Lo onírico como lo interpretable nunca interpretado, en sintonía con la voz fémina (♀) de una protagonista que actúa precisamente como análogo: la voz fémina exige, siempre, ser interpretada.
Al interpretante de esta voz fémina se le puede asignar un signo propio: ♂

Ancianidad y juventud
¿Qué es la ancianidad? El estadio de la disolución del conflicto Sujeto/Objeto; en todo caso: final de la tensión Conciencia/Cuerpo: “me pregunto también cómo es o cómo sería no pensar en nada”; “Confirmo que lo que ella sí puede percibir es el contacto físico, que la toquen, que la abracen, que la besen”.

¿Qué es la juventud? El conflicto entre Conciencia/Cuerpo en permanente estado de ataque: “… me empezó a dar miedo que ellas se dieran cuenta y empiezo a sentir como que me baja la presión y se que me que puse blanca, porque me empezaron a preguntar si estaba bien… (…)
- Si, es histeria eso”.

Montaje 5
Montajes hechos sobre distintos protocolos del intercambio: el diálogo fraternal (+/-), el familiar (-), el monólogo (+), el comercial (-/+): el texto comercial es el diálogo con la psicóloga (chamanes del ABC1); intercambio – el comercial - en el que se lee que la síntesis de que el texto escrito para una psicóloga – la relación oral de los conflictos, la verborrea del diván – no es sino el entorpecimiento y la demora para la ejecución (más barata) de una escritura literaria. Mentir, a la psicóloga, es un montaje pago e improductivo. “Mentir”, en la novela, es un ejercicio de dote escritural. El arte:

- Si, muy mal… Vos, igual, ¿sentías eso, de estar mintiéndole; o no sé si mintiendo, pero como de tocar lo que le contabas o no sé?
- Sí, más como que vas eligiendo que contarle *
- Sí, como eso, sí, sería algo como eso, más tocar que mentir, por ahí mentir ya es más fuerte…

En definitiva, los cinco protocolos de intercambio giran alrededor de la destitución de la hegemonía del Yo. No se trata de una aparatología sino de artificios de la escritura. El Yo – la portadora de la voz fémina, ♀ - se inserta en ellos y queda obligado a interactuar (en mayor o en menor grado, con mayor o menor éxito) con Otro (mamá, papá, novio, abuela, amiga, psicóloga).

Mercado del Yo
La voz fémina ligada a la histeritis se presta a la lógica del Mercado. Entonces puede ser un entramado narcisista: la historia – la novela – del proceso de personalización de la oferta de Otros – me gusta, no me gusta; me cabe, no me cabe -. Allí la disputa de los géneros - ¿es ¿Vos me querés a mí? novela de género? -: el individuo femenino computa su bienestar, su interés, su libertad y su necesidad propios anteponiéndolas ante el bienestar, el interés, la libertad y las necesidades del Gran Otro masculino.
El roce – el ardor – entre la Oferta y la Demanda.
Entonces el amor - ¿vos me querés a mí? – se desdibuja como trabajo mutuo para configurarse como aquello en permanente desvanecimiento. Las opciones emergentes, las estimulaciones, toda la caprichosidad y boberías – dispositivos del Mercado – no provocarían sino aburrimiento y monotonía:

- ¿Ves? Eso quiero yo, no querer a nadie más. Estoy harta, mamá, harta, es todo lo mismo al final, un horror. Y siempre todos, cada uno cree que te va a rescatar, y que va a ser distinto, y yo también creo y después es otra vez lo mismo, no pasa nada.

Por supuesto, es esta una arquitectura más ligada al espacio de lo social que al dominio del deseo.

Happy end
“… La casa se agranda y hay más cuartos y más ventanas y son muy lindos, mucho más lindos, con mucha madera, mucha luz y colchones en el piso y yo estoy con Pablo en una cama marinera, miramos el pino y tener vértigo, mucho vértigo”.

De Spinning on an axis a It don´t come easy.


* No es otra cosa, eso, que el Montaje.

viernes, junio 5

Para leer "Una mañana con el Hombre del Casco Azul", de W. Cucurto.

Una mañana con el Hombre del Casco Azul (aquí en versión incompleta), el cuento de Cucurto, es más un desafío a la lectura de la mercadotecnia que de la literatura. Yo indago todo con el texto muy a mano, soy de la vieja escuela, entiendo que la literatura es lo escrito, no es especulación y timba intelectual. Buscarle lo que se dice “la cuadratura al círculo” es entretenido para amas de casa ociosas. Pero bueno, fijate en la poderosa gramática de la compra-venta, en los códigos comerciales antes que en los literarios; por ahí puede andar el tema”.

“Hay un conflicto con el narrador, en el cuento. Yo te diría dos cosas – acordate, hablamos de marketing y, por lo tanto, de vender productos e imágenes: packaging -, primero que la apertura se hombrea con una presentación quasi televisiva: “Hola, chiris queriditos. Bienvenidos a una mañana de mi vida. Hoy viajaremos con el Hombre del Casco Azul, ese soy yo” [pág. 57]. Yo te hago reparar en esto: el “viajaremos”, que es un, me parece, “nosotros inclusivo”, como vos lo llamarías: el narrador y los lectores, juntos: nosotros. Y, cinco renglones más abajo, lo siguiente, hablando sobre una bicicleta de “30 pesos”: “Es bien del palo de nosotros, siempre a contrapedal como nuestras vidas en contra de todos y sobre todo de nosotros mismos” [pág. 57]. Ahora, yo soy un hombre de San Isidro, puedo tener alguna que otra duda. Lo que tengo por seguro es que ahí, en ese “del palo de nosotros”, ya empieza a jugar, te repito, lo que vos llamarías “nosotros excluyente”: el narrador, por un lado – él y los suyos, de su “palo” – y por otro lado los lectores. Esta fractura es relevante; más o menos sobre eso trata Una mañana con el Hombre del Casco Azul, y no sobre mucho más.

De esta última cita, entonces, yo te diría lo siguiente: basta leerlo todo para diferenciar entre este “de todos” (“en contra de todos”) como la primera marca textual de una sostenida rebelión retórica, pero nada más. De un discurso que después se demuestra como absolutamente imaginario – ligado, si te gusta, a un orden del puro deseo – y, por lo tanto, siguiendo esta lógica del deseo – el deseo por el deseo mismo – un discurso innegablemente marketinero. El puro marketing, pues, de las primeras líneas del cuento. Packaging. Por otro lado, en esta última cita, tenés también este ambiguo “de nosotros” (“del palo de nosotros”), donde – basta la sola lectura del resto de la historia – reside la verdad de la acción. En los actos, el hombre de Coto es un absoluto sumiso. La realidad de su deseo no es tal; quiero decir, a fin de cuentas, el personaje, en su laburo, está bien en sus correctos cabales. Este cruce entre deseo/realidad (y, te diría, entre narrador y lector) viene, sobre todo, a colación de una frase central del cuento: la que dice que a veces las ofertas son mejores que los productos. Te repito, de nuevo, con clásica circularidad: relee las primeras líneas del cuento, lee después todo el cuento, y, efectivamente, la oferta habrá sido mejor que el producto: un triunfo del marketing. Te diría del packaging”.

“El conflicto entre narrador y lector siempre está presente, atraviesa a la historia de pé a pá. Vas a ver cómo va a ir quedando claro. “Acepto este lado de la acción y cuento como puedo, como me va surgiendo” [pág. 58] dice el Hombre del Casco Azul, y en seguida ubica al lector en un rol de pasividad que, en definitiva, solamente le sirve al narrador en la búsqueda de su propio - de su esquivo - rol activo. Como un tuerto ocupado en enceguecer a los vecinos, pero menos por maldad que para convertirse en rey. No pierdas de vista – ya que estamos con lo visual – el creciente halo de violencia con el que se va tiñendo el cuento; sobre todo porque, para llegar a tal, apela a la misma construcción de, llamémosles así, oposiciones. “… hoy ustedes son los mejores repositores del mundo, porque van conmigo, un repositor con humanidad, amor y buena onda, que es lo que le falta al mundo” [pág. 58], esta consigna idealista es la raíz misma de la no muy lejana voluntad de agredir; es, de nuevo, un ideal abstracto – una consigna, un slogan – que se quedará en, ¿cómo te puse antes? ¿lógica del deseo?”

“La góndola. Ella nos da un lugar de pertenencia. Góndolas, las hay de todos los tamaños con todas las cosas que se imaginan y las que nunca vieron, por ejemplo los nuevos patitos de agua que vienen con pilas Eveready de regalo promocional. Muchas veces las promociones son mejores que el producto” [pág. 59]. Aquí no solo hay todo un programa de marketing cultural general, también hay una clave de lectura particular. Allí conviven y se confunden lo imaginario abstracto y lo visible sensual. Lo que podría ser y lo que es.”

“El Hombre del Casco Azul es el personaje imaginario (una imagen de sí) de un repositor de supermercado; Vega es el nombre, real, del repositor. La humanidad, amor y buena onda pertenecen al puro slogan. Son imaginadería. Cuando irrumpe la realidad, hay violencia. “- Vega, qué hacés hablando con tu casco, ¿estás loco? – Pará cabeza, no te vayas de boca, que le estoy dando instrucciones. (En esos casos la violencia y la cortada de rostro es fundamental para seguir viviendo). - ¿Instrucciones a quién, cabeza? – A la concha de tu tía, gil, qué te importa.” [pág. 59]. La violencia pertenece a lo real y concreto. A Vega, no al Hombre del Casco Azul”.

“Lo ideal, para existir, necesita de lo imaginario. Lo imaginario como sostén y legitimación de un plan idealista. Son, pues, mi querido amigo, los lectores (y sólo para los lectores) quienes pueden creer (o, diría el narrador, quienes pueden darse el lujo de creer) y, por lo tanto, en el mismo acto, otorgarle una existencia (por supuesto ideal) al Hombre del Casco Azul: “¿Cómo entendería que ustedes, mis lectores, viajen conmigo en mi casco? Cargamos las distintas mercas que tiene la góndola, llenamos un Sprite con agua pa pasarle un poco a las chapas y subimos con el palet hasta las manos, lo que podrían hacer es empujarme un poquito el palet para que no sea tan pesado. Ya que están” [pág. 60].
Los lectores (este sostén imaginario capaz de darle vida a una imagen ideal) poseen el privilegio, además, de no entremezclarse con, diríamos, su fatal correlato pragmático y real: los clientes.
Los clientes son a Vega lo que los lectores son al Hombre del Casco Azul: la razón de ser. “abro cajas y cajas, mando paquetes y paquetes, limpio, estantes, ayúdenme lectores, así subimos a desayunar tranquis…” [pág. 61].

“Lo real y lo imaginario, aunque me parece que ya quedó claro desde el principio, están en constante tensión. “- Vega, Veguita, ¡venga pa acá negrito de mi corazón! La puta madre me vio el encargado, me hago el que no escucho y rajo antes que me mande a reponer cualquier cosa. Mañana me verá hoy estoy con visitas, che” [pág. 61] Vega, el nombre del narrador, evapora en el acto al Hombre del Casco Azul. Evapora a los lectores. Y es lógico, porque el Hombre del Casco Azul y los lectores son evanescentes. Vega, pues, el nombre del narrador, materializa al concreto empleado repositor. Materializa a los clientes. La huída (cuya falta de solvencia es irrefutable) se da mediante la impostura. Te diría más: la huída se logra mediante la voluntariosa suspensión de la realidad (“me vio el encargado”) y la desmejorada persistencia de lo imaginario mediante la negación (“me hago que no escucho”). Se huye de los clientes para refugiarse en los lectores. Pero este puente – el procedimiento, ¿te gusta más? – va resintiéndose. Y, al final, termina por quebrarse”.

"El puente cae por su propio peso (no hay procedimiento que aguante, pebete) y lo hace estallar la violencia de clase. “Pedaleamos y ya entramos en Palermo Carriego. ¡Hola, Palermo Cheto Puto y Hollywood!” [pág. 62] Esta que hace devenir clientes a los otrora lectores. “Te embobás mirándolas o mirando a las clientas que se vienen en shorcito, ojotas y corpiño suelto como si vinieran de la playa o estuvieran en Mar del Plata. ¡Putas! Bajan de tomar sol en la terraza de sus casotas. ¡Putas, ojalá el sol las mate!”. La corporeidad de las clientas da por tierra con la imagen de camaradería sostenida hasta este momento con los “lectores”. El quiebre se produce por ahí. Como si hubieran dos tipos de pasividades, la de los lectores, que alimenta la imaginación del narrador (y que lo convierte, por lo tanto, en tal: en alguien que imagina y cuenta, narra) y la pasividad de las clientas, una pasividad, en cambio, que borra las cercanías (ese tonito compinche y de perdonavidas, ¿no es cierto?, con el que juega con los lectores) para imponer otras categorías o vínculos. Reales y, para ser más preciso, materiales: el vínculo material entre el genuflexo empleado de supermercado y las clientas consumidoras. En tanto narrador, el Hombre del Casco Azul es un agente activo (él nos lleva a nosotros los lectores). En tanto repositor, Vega es un agente pasivo (él es llevado por distintos jefes hacia más apartados - simbólicamente, ¿no? - clientes). Y la fractura de este narrador esquizofrénico (Hombre del Casco Azul, narrador / Repositor Vega, orador) también se hace cada vez más inminente”.

“Y, sin embargo, hay algunas heridas que no permiten que suture el procedimiento. El de la construcción de la voz del narrador, precisamente. Al que, de una forma u otra, se lo presenta como a un pobre lumpen con agraciadas fantasías de subversión. Y es, justamente, por su calidad de lumpen, que fragmentos como el siguiente se tornan poco creíbles: “Yo repuse para el neoliberalismo argentino, década del ´90 en Carrefour no se olviden, repuse para el menemismo, para el duhaldismo, yo viví, cogí, cumbiantié, reponí, comí, para el neoliberalismo hasta que me echaron del Carre por no afeitarme… (…) yo me patié y me morfé todo en la década trágica cuando muchos estaban en pañales” [pág. 63]. Porque es poco creíble, en realidad, que un lumpen del calibre como el expuesto en todo Una mañana con el Hombre del Casco Azul pueda compartir ese discurso político-económico tan propio del imaginario de Palermo “Cheto Puto” Hollywood, tan bienpensante y ligero de culpas propias a la hora, nunca lejana, de escribir la memoria histórica a la sombra de un café aledaño. La memoria histórica contemporánea, digo; especialmente la de los últimos años (“la década trágica”)”.

“El quiebre, la fractura final entre el guía turístico de un imaginario viaje proletario y el personaje repositor real, ocurre cuando penetra, con la violencia agresiva de la voz de mando (voz que, por supuesto, convierte ahora en “pasivo” al antes “activo” narrador), el llamado al, por así decirle, “orden”. El Hombre del Casco Azul se despide de sus lectores, da por finalizado el relato del viaje con el mejor repositor del mundo. Hemos de bajarnos del casco. Y entonces irrumpe la realidad material de quien narra:
“- ¡Vega!” [pág. 63]

Y a partir de aquí sí, efectivamente, todo empieza a oler a una entrevista de esas que hacía en su programa de Telefé el alopécico progre que trabaja, ahora, en el Canal de Daniel Hadad.

“En los distintos puestos del súper hay de todo, como en el mundo. Pero estas definiciones son las que abundan sin caer en generalidades. Reponiendo, escuchando y mirando durante más de diez años en distintos supermercados de la ciudad me fui estableciendo estos distintos tipos de empleados” [pág. 64]. Casi puedo verlo asintiendo en silencio y con cara de circunstancia a Gastón Pauls, delante del pobre reventado de turno.

Vega, a diferencia del Hombre del Casco Azul, está solo. “Me fui estableciendo”, dice. Cae la primera persona del plural. No hay más imaginadería. No hay más lectores ni compañía. El grito del nombre lo reubica en la vacía llanura de la realidad. Tenés que leer desde acá hasta el final, percatarte de la mera abundancia de la primera persona del singular (“Yo prefiero”, “ya dije”, etc.). Del hombre que está solo y ya no espera a nadie, si querés.
Desaparecen los parámetros colectivos.
Mirá, Vega llega a decir de las cajeras de Coto que son – calculo que habrás ido a un Coto y podrás entender este curioso estamento radical de la belleza – “yeguas, casi modelos, y las contratan por su belleza sin límites” [pág. 64]”.

“Nuevamente el tuerto sale a enceguecer. Patotea, el empleado genuflexo, a los “jujeñitos” o “salteñitos”. Los engloba, Vega, ya en un último intento por paliar la ausencia de lectores “pasivos” que lo conviertan en un omnipotente narrador “activo”, bajo la lastimosa categoría de “cobardes por necesidad” [pág. 65]. Sin un auditorio, la voz se carcome a sí misma: “Calculo que lo peor del supermercado son los repos que pertenecen a mi raza” [pág. 66], dice Vega, como si estuviese en condiciones de impresionar a alguien.

“Por ahora nos quedamos en describir a los de mi raza, rompetodo, cometido, sin miedo a nada, saboteadores natos, plagas apestosas, siempre esquivando el trabajo, rebeldes a toda costa y siempre amenazando jefes. Claro que todos fuimos antes como los jujeñitos y salteños y ellos serán mañana rebeldes como nosotros” [pág. 66]. Vega, ya repositor, termina alzando una voz que es la voz del derrotado. La que describe una imagen virtual de todo lo que, durante todo Una mañana con el Hombre del Casco Azul, con absoluta prolijidad, no se permitió ni, entiendo, no se permitirá hacer.

Entonces vuelve al puro slogan, a la consigna irrealizada, a la construcción marketinera de un packaging del valor y la rebeldía que, en definitiva, pasa bien desapercibido entre las proezas ajenas que le endulzan la oreja propia. Efectivamente: como si después de tirar la piedra, escondiera en lo profundo del vacío bolsillo propio la mano: “acá viene un amigo mío que vive del supermercado, se sabe todos los trucos de cómo llevarse cosas de los supers, cómo engañar a la cajera con el cambio, cómo marcar una cosa en la caja y llevarse tres, cómo burlar la seguridad, cómo desactivar alarmas, meterse botellas o latas entre la ropa…” [pág. 67]. La escritura del marketing, donde muchas veces las promociones son mejores que el producto”.

miércoles, junio 3

Para leer “El caníbal”, de J. Terranova

Instancias de largada
La precisa calibración se exhibe impúdicamente desde el principio, desde el posicionamiento exhibicionista del Capital – cultural – del autor, magic hand que superposiciona, en los epígrafes de la largada, la cita de James Joyce a escaso centímetro y medio de la cita de Stephen King. Como quien profesa, a partir de la largada, ese voluntarismo aplicado a una contaminación estética. A un igualitarismo entre cultura de iniciados y cultura masiva. (Igualitarismo innegable, de hecho, en el momento en que el Mercado ubica el estante con las novelas de King, S. a posteriori de las novelas de Joyce, J. por razones estrictamente alfabéticas y no cualitativas).

Un escritor nunca debe escribir sobre lo extraordinario: eso queda para el periodista, dice la cita de Joyce. La cadena de pensamientos que produce una novela rara vez interesa a nadie más que a los aspirantes a novelistas, la cita de King.

Los epígrafes son elementos significativos en las novelas de Terranova. Además de la bandera de largada, son dilucidaciones de una – llamémosle – poética. Como en El pornógrafo, aquella novela – sobre todo - de amor. Declaraciones de principios estéticos. Para avanzar un poco más: principios estéticos que entremezclan la literatura de vanguardia académica – ése es el circuito chico – con el mainstream digerible para los humanos – el gran circuito -. Y sin embargo, la perversión: leída, la definición de King remite a una normativa de circuito cerrado: un novelista cita a otro novelista hablando sobre novelistas. Como quienes expulsaran a los lectores o como quien colocara el mainstream en una posición de distancia del gran circuito de los lectores comunes.

Esa es la poética: juntar lo académico – lo ilegible – con lo masivamente popular y exitoso - lo legible -. Lo blanco con lo negro, como los cuadritos de aquellas banderas en las carreras de F-1:

Ellos tallan la madera. La tallan como pueden y con otros fines. Después llegamos nosotros y ponemos el mingitorio en el pedestal.

Alguna vez, Mavrakis, sintetizamos la posición respecto a estos contrastes. Hablamos de los peligros de juntar la tierra y el agua para producir un garantizado barro. Ahora bien, bien maniatado, del barro puede surgir también una estatuita. Puesta al horno, se la puede hasta pintar. Tornarla incluso presentable, decorosa y decorativa. Operación que requiere de cierto talento, como bien recordará por haber visto aquella escena de Ghost.

Lo mismo sucede con la tv. La belleza es producida por la mirada y no por el objeto.

Nótese la paradoja de esta “operación crítica”, Mavrakis. Una paradoja sobre la función del género y el autor. King es el hermético y Joyce el diáfano. Nótense las prestidigitaciones por trazar un camino entre la Universidad y el Parque Rivadavia. Entre el agua y la tierra.

Afinación de motores
El caníbal refiere esta operación de fagocitación de lo legible y lo ilegible, todo junto. Como novela, apuesta a convertirse en el horno que devuelva ese barro convertido en algo más. Los medios productivos son variables: un montaje, si quiere, dentro del orden de lo cinematográfico; una edición, si le parece, dentro del orden de lo periodístico; un collage, en todo caso, dentro del orden de la literatura. Nótese la convivencia entre lo extensivo y lo intensivo. Entre el circuito grande de lo masivo y legible y el circuito chico de lo minoritario e ilegible. King y Joyce, mediados, sobre todo, por la información. Con visos estéticos, la ficción y la materia de la ficción cohabitan:

- ¿Una novela? ¿Y hoy quién lee novelas? En esta época la literatura es algo accesorio. ¿No?

TERRIBLE RITUAL CON VIOLACIÓN
Siguiendo las prescriptitas de un rito iniciático, un hombre violó a una deficiente mental. El hecho formaría parte de su ingreso a una poderosa secta que estaría compuesta en su mayoría por miembros de la farándula porteña. El acusado se suicidó en la celda de la comisaría, donde permanecía detenido, inyectándose aire en las venas. La deficiente mental, sobrina del victimario, sólo balbucea números telefónicos. Sus padres temen por su seguridad.

La economía narrativa del género periodístico es lo de menos: importa el carácter atrapante de la historia. La intencionalidad de decir – desde el circuito chico de la novela - que allí donde pulula la información hay condiciones suficientes y necesarias para la proliferación de una – llamémosle – literatura para el circuito grande. Para los lectores todos. Por eso en El caníbal la trama está provista por una serie encadenada de noticias que, por supuesto, mejor no derrochar aquí y ahora. Baste indicar que una sucesión de noticias recortadas de los diarios pasarán a formar parte de una novela que, como condición de ser, requiere del mínimo andamiaje narrativo de un ojo y mano avivados. No para leer y escribir; sí para saber dónde están las historias y qué es lo mínimo indispensable a anteponer para que surjan libres y sean legibles. Es decir: para que haya literatura real: esa que convoca lectores.

Por eso si el motor de El pornógrafo se debatía entre una afinación en manos del amor o la pornografía, aquí el motor – considérese que es una novela anterior: la primera – es rigurosamente constreñido a la teoría literaria. A las dilucidaciones de y acerca del circuito chico:

Estoy podrido de escuchar quejas del tipo: “La gente lee cada vez menos”, “Se lee poco”, “No se lee”. ¡Mentira! ¿Y la tirada de Clarín? ¿Y los kioscos colmados de libros? ¿Y las revistas? ¿Qué circulación tienen las revistas? La gente lee mucho y gasta en material impreso. La Argentina entra en crisis y la gente sigue comprando material de lectura. ¿No leen novelas? Eso es otra cosa muy diferente. Muy diferente. Leer, leen.

Entonces asoma – siempre - el cuco tan temido: el Mercado.
Esa entidad a la que en la Facultad de Filosofía y Letras estatal (Puán) – “Actualmente es profesor en la Universidad de Buenos Aires”, dice la solapa del libro – se enseña a temerle más que al Sida o al consumo de drogas blandas ideales para los blandos.
Emerge una puja - la literaria – por el público.
La acusación implica una cuestión de demandas que no se satisfacen por culpa de una oferta literaria definitivamente militante en el onanista circuito de lo chico:

No hay que decir que es “ficción”. La ficción es una coquetería insoportable hoy. ¿En qué ficción me querés interesar si salgo a la calle y pasa lo imposible, si abro el diario y encuentro toda la literatura universal resumida y en un lenguaje con un ritmo que me paraliza el corazón?

Que del periodismo podría surgir la mejor literatura no es la novedad. El siglo XX lo demostró con Truman Capote. Pero El caníbal no entiende que a partir de la información puede constituirse la literatura. El caníbal entiende que la literatura es una forma de buena lectura de cualquier información. Que el objeto narrativo no es una elevada reelaboración en manos del genio sino, apenas, una tarea de lúcida edición. O montaje. O collage. Para volver a la esencialidad material del principio: que el agua, bien mirada, es tierra. Que no hace falta la instancia confusa del barro para que cualquiera más o menos listo lo perciba.

En tal caso, uno consume siempre literatura y gesta, sin sospecharlo, sus corolarios. El problema es que – como suelen decir algunas adolescentes embarazadas en su debido contexto y situación - la ingesta misma del bolo literario y de sus consecuencias no se conocen. A veces uno no está al tanto de lo que se le mete. Pasan sin darse cuenta. Entonces la literatura está, aunque no se nombre. Allí el esencialismo optimista: la literatura es intrínseca a la especie humana. Únicamente muta el continente:

En el momento en que la literatura se llama a sí misma como tal, pasa a ser un invento, una intelectualidad, una rareza para iniciados y eruditos.

Una elaborada cuestión teórica de circuito chico que – bien vista – pretende ya no sólo barbarizar sino des-humanizar al resto de los normales. A los habitantes despreocupados y felices del circuito grande y abierto del mundo real: allí donde la literatura, sin nombrarla y bajo las formas permisibles, se consume de manera saludable. Ahora bien: ¿cómo surcar el camino entre uno y otro circuito? ¿Se puede? Sí, en la medida en que quienes se entrometen sean devorados. En que sean objetos de un consumo caníbal de cabal revitalización.

La puesta en potencia
El caníbal admite dos instancias superadoras: es una novela sobre la teoría de la novela – Piglia – y, por otro lado, una puesta en potencia de la siguiente puesta en acto de otra novela: El pornógrafo [remitirse, en aquella crítica, al punto Los editores].

Por fin entonces se descubre dónde estaba el voyeurismo que, en aquel catálogo sobre pornografía, Terranova parecía haber omitido. Estaba en El caníbal, la novela observacional sobre el campo literario y el sopesamiento de las herramientas disponibles – las mediáticas, periodísticas, televisivas, finalmente digitales, como el chat - para innovar:

El reality show es justamente eso: borrar la idea de ficción, que de hecho sigue funcionando, para decir que eso es la realidad, el espectáculo de lo real, el espectáculo de recrear con un medio artificial la realidad. La historia de la literatura, ¿no?

Voyeurismo: la historia de El pornógrafo, por lo menos. Por eso El caníbal termina siendo la novela propiciatoria:

- ¿Y entonces? ¿Qué tengo que escribir? – le pregunto.
- Yo empezaría revisando los medios de comunicación.

Instant karma I
“Hoy vivimos en forma joyceana, una forma fragmentaria, irracional, tartamudeante. La literatura debe recomponer el panorama de lo real, o resignarse a pasar desapercibida”.

Matemos al hijo para volver al padre. Olvidemos El pornógrafo y volvamos a El caníbal. Allí, el personaje Villegas es un enamorado de la semántica: un Gordo Gostanián cualquiera. Un lector privilegiado que surfea sobre los signos sin importar su soporte [léase, ante la menor duda, la página 53 de la novela].

Allí asoma, en cierta forma, el Terranova docente. Según la solapa, el de aquel tiempo. Su diálogo con la Academia es un diálogo por la negación del encuadre meramente enciclopedista. Es que sucesivamente, a lo largo de toda la novela, la idea de una literatura novedosa se impone desde las teorías de la vanguardia. Ahí se entrona cierta discusión de circuito chico. ¿Debe la literatura renovarse a partir de las reflexiones de permanentes eunucos que hablan para el viento? ¿O debe la literatura renovarse a partir de los gustos de los lectores y las habilidades creativas de los escritores? ¿Circuito chico o circuito grande?

Saer o no Saer
Las palabras de Saer – en la contratapa del libro – pueden o descolocar o revelar un cierto valor agregado. Porque la prosecución tematizada por Terranova en la novela – cómo llegar del circuito chico al circuito grande – choca con la estética misma del maestro.
Saer (es sabido, Mavrakis) detestaba los medios masivos.
Deploraba, abiertamente, a ellos y a su público. A usted, que siempre dice que se cortaría la mano izquierda por trabajar en Paparazzi, y a mí, que siempre miro a Rial y al Cabezón.
Y tal vez el maestro, por fidelidad a sí mismo, leyó en la novela aquello en lo que registraba su propio repudio. Las “encrucijadas actuales de la ficción, entre risas juveniles, cínicos vagabundeos y exactas reflexiones”. Lo cual es atinado. Aunque termina obviando, sin embargo, que la novela, en definitiva – y en realidad - no apunta a repudiar lo masivo. Sino a revalorizarlo.
Pero no para convertirlo en materia literaria y respetable. Sí para destacar, en cambio, que a quien correspondía la conversión – el cambio de norma – no era al objeto sino, precisamente, a la mirada. Resumiendo: que había que terminar de una vez para siempre con toda la cultura de los Saer. Y expandir el abanico y las mentes: innovar. (Con una paradoja final, Mavrakis, que le regalaré sólo al final).

Para volver a Saer o no Saer: la novela metaliteraria termina siendo un plan de operaciones:

-Cuando alguien pregunta qué canales se miran, es muy probable que se mencionen asiduamente los canales de documentales o lo noticieros. Como si esos canales ligados a la idea de “información”, y por lo tanto “menos televisivos”, estuvieran eximidos del desprecio general por la TV. Si la afirmación fuera cierta, tendríamos treinta canales de noticieros y documentales y tres de películas, programas de variedades y dibujos animados. Y no al revés, como en realidad es. ¿No?

Y Saer no pudo haber sido indiferente a frases como:

- La ciencia y la tecnología se multiplican a nuestro alrededor. Cada vez son más ellas las que nos dictan el lenguaje en que pensamos y hablamos. Utilizamos ese lenguaje o enmudecemos.

Saer, definitivamente, fue también canibalizado.
Dicho por enésima vez: un plan de operaciones y hasta una poética, Mavrakis, a concretar precisamente en El pornógrafo.

Instant karma II
El inconveniente que explayan los personajes es uno: que todo proyecto de novedad se alimenta de un impulso vital – ahí germina El caníbal: ése es el tema principal y su cardinal naturaleza narrativa, por donde se la lea – que sólo se mide, en general, con la vara del vanguardismo académico. Pero las vanguardias, lamentablemente, por estar muertas, carecen de todo otro capital que el de una correctísima lápida. Que es la que ciertos escritores argentinos optan por cargar, aunque los hunda.
Terranova lo sabe y los personajes lo dicen. Villegas lo dice una y otra vez, de una u otra manera: quítese usted la visera o el yelmo de lo que le enseñaron y mira a su alrededor. Rompa la burbuja y establezca conecciones con la realidad. (No quisiera caer en explicaciones donde la clase de karma que Morpheus le regala con este fardo a Neo se compara a las conversaciones entre Terranova y Villegas, pero si me obliga, Mavrakis…)

En última instancia - y con ciertas contemplaciones que le regalo más adelante, Mavrakis – la novela, en su escritura, practica esa misma fe que esboza Villegas. Eso que cualquiera podría llamar “tensión”: el karma de quien se debate entre el circuito chico y el circuito grande. Y el rasgo, en definitiva, que torna legible a ciertos narradores argentinos respecto a otros. Escritores otros que respetablemente han optado por escribir de manera tal que todos sus lectores quepan, cómodos, en un ascensor. Pero dar nombres, Mavrakis, sería de pésimo gusto: hay quienes consideran una injuria personal el que se les remarquen las consecuencias prácticas de sus propias acciones literarias.

- Como si la literatura correspondiera a una enciclopedia. Acá termina Balzac, acá empieza Zola. No es así. La literatura no se inventó para ser catalogada, clasificada, ordenada. La literatura nace ahí donde está el deseo, crece como yuyo, así, al natural, donde puede, donde la necesitan, donde la dejan. Se acabó la discusión.

Circuito chico y circuito grande
De los dos géneros literarios con público cautivo, a saber, la monografía universitaria y la carta personal, prefiero el segundo. Empezando porque he practicado con efervescencia y constancia el primero y también porque creo que el segundo, como muchos otros, está en vías de extensión.

La frase de salón es un rasgo presente – como en la novela de S. M. Daniell – a pesar de que El pornógrafo la desmiente en un %50. Un rasgo que, bien llevado, se convierte en rasgo de circuito grande. De aquello ligado al tan denostado placer – plebeyo, parece - de la lectura.

Tambíen allí el canibalismo. No se trata del caníbal correctivo al estilo Hannibal Lecter sino del caníbal que se alimenta para volverse crisálida y mutar: siempre el ímpetu de la novedad.
De allí a afirmar que la novela trata sobre las formas, hay un paso mediado por la plena obviedad. Que la restringe, eso sí, al circuito chico. Rebotes constantes entre King y Joyce, una y otra vez.

Instancias de llegada
La paradoja prometida, la anticipada antes una y otra vez:

Saer pudo haber sabido que en sus manos no había sino una novela de experimentación. Y pudo haber cometido, el maestro, la apresurada tarea de asumirla como un tributo mordaz a su poética. Pudo haber creído, digamos, que El caníbal era un subsidio a sus propias ideas estéticas sobre literatura y medios.
Desestimando, de hecho, la apuesta final. La verídica. Que la novela, tal y como le he demostrado, apostaba por una más innovadora y ventajosa estética del no-más-Saer.

Vale decir, Mavrakis: que o el juicio del maestro se limitó a una pifia respecto a la cuestión de fondo de la novela o, en realidad, de una previsora y tal vez por eso sigilosa aceptación de una derrota.
Se sabe que la correcta cronometría para la muerte – de una estética, of course – es rasgo infalible de sabiduría. Y el maestro era sabio.

Es que la voluntad es la de indagar los modos en que el circuito chico puede explotar lo real – “lo que hay”, Mavrakis – para llegar al circuito grande. Pero hete aquí la paradoja: la única contrariedad para concretar esto es que, según cuál de estos dos vectores consiga la mayor tracción – cuál de los dos circuitos -, puede recaerse en las trampas de esta fe: trampas que conducen a la escritura de obras potables a consagrarse – en el corto y mediano plazo – en el restrictivo circuito chico. Porque es el best-seller la puerta única que conduce a la consagración. Tal vez allí sí pueda escribirse con todo y para todos.
Se trataría, a lo sumo, de circunscribir, en su medida y armoniosamente, toda potencialidad de innovar a la escritura de este único género aceptable para el circuito grande - el best-seller – sería la más lícita de las salidas. De manera tal que toda la potencialidad, Mavrakis, no deba nunca resignarse a pasar desapercibida para el gran público.
En la instancia de llegada, se trata de optar por un circuito u otro.
Por una de las dos píldoras, como las ofrecía, carismáticamente, el señor Morpheus.

Los medios por todos los costados
El movimiento se demuestra andando; los medios se valorizan usándolos. Las noticias, textualmente, se intercalan a lo largo de una trama novelesca que las tematiza. Corresponde, si lo trascendente será la cuestión de la innovación, fijarse en la manera en que las noticias operan, en la novela, como noticias y como objetos de narración. Como información mediática y como acto de lo novelesco. De manera que, así las cosas, los personajes quedarían en plano diferenciado. Una intertextualidad delicada. Porque las noticias, como signos, apenas los evocan. Y ellos, en cambio, son – es decir: hablan - sólo en función del rol de estas noticias. Un sistema de personajes prácticamente sin historia.

Regístrase allí, entre la dinámica de las noticias y el recorte, más las historias de cada personaje, fugaces pero presentes, una gramática aleatoria. Que, en la lógica de los medios, corresponde al zapping. En la prensa gráfica: a la lectura salteada, de atrás hacia delante o en cualquier orden. La avenida Corrientes – Asís -, una subrepticia historia de amor que frustra la política económica y la cobardía – literatura argentina y política: un imbatible de la reflexión intelectual, al calor de los idus de la crisis post 2001 -, los debates de cafetín entre Terranova y Villegas – el circuito chico y el grande en discusión -, y las noticias recortadas de los diarios – los medios masivos por excelencia en noticias sucesivas e inconexas – cohabitan en permanente equilibrio dinámico. Es decir, en un zapping con espacio para todos. Espejo democrático y plebeyo, espejo de la totalidad de los públicos que, además, ha comenzado a reflejar a cada uno de sus fragmentos: equilibrio dinámico entre públicos y referentes. Lectores de noticias y noticias. Novelistas y novelizadores. Escrituras y lecturas. Carices de una metamorfosis a concretar en la siguiente novela.

Nadie puede escribir para todos. Eso es un axioma. Lo demás es mierda.

O no. Porque los medios pueden explotarse por todos los costados:

- Todo ese cambio implicaría el final de la ficción…
- Sí, el final de la ficción tal cual la conocemos – me corrige Villegas -. Pero el principio de otra cosa, de otra forma de la narración, de otra forma del lenguaje. Porque de la ficción, Terranova, de la ficción no se salva nadie.