miércoles, mayo 27

Para leer Toronto no, de L. Livchits


Hacer y rehacer
Convoco la frase final de una película: “la vida es un estado mental”. Ahora sugiero una añadidura indiscutible: “la literatura, también”. Se impone, entonces, un principio: la literatura es una forma de vida. Por último, una obviedad: toda vida – y quiero decir también que toda literatura - se rige bajo un cierto impulso vital. Y tal impulso debe restringirse – eso sí – al buen uso y desempeño de sus elementos (o de sus herramientas) específicas. En última instancia: el impulso vital debe regirse por un afán innovador. Lo cual no demanda ni significa – ni mucho menos – que escribir deba ser la romántica tarea de dar por acabado todo lo que había atrás y refundar, cada vez, la literatura. Esa es una empresa absurda o que le correspondería a un genio.

La vitalidad es el acto, Mavrakis. El acto de hacer. El impulso vital de toda literatura consta de ese momento: el de la confianza en que corresponde ejecutar el acto literario desde el momento en que se confía en que hay algo que merece ser dicho porque otros, más atrás o más adelante, jamás podrán decirlo de ése modo particular. Que no es otro modo que el propio.

En tal caso, el acto de no omite los rigores de la temporalidad. Al contrario: los capitaliza como factoría de uso propio. Y a su manera, Mavrakis, al convertirlos en usina de su propia obra, los rehace. Hacer y rehacer podría ser el título saludable de cualquier Historia de una buena Literatura. Y, si no, el subtítulo – lenitivo – de Toronto no, de Leonel Livchits. Pluma que apuesta descaradamente a insuflar un tono y una vitalidad propios a las palabras. A las suyas y a las ajenas; es decir, a las pasadas y presentes.

El lenguaje en cuestión
De qué otro modo leer “Der Spinner” sino como reconfiguración de aquellas fábulas de crítica moralista típicamente inglesa. Bajo qué otro microscopio – para avanzar un poco más en el libro - detenerse a examinar “Malentendido”, que irrumpe como un apólogo contaminado – laboriosamente contaminado - de inconducencia. Entonces se perfila una estética. Sin ir más lejos, “Palabras cruzadas” es el acto de discutir – “poner en discusión”, como diría cualquier docente pobre – al lenguaje y sus significados a través de un credo quia absurdum fundado entre la epistemología, el azar y la literatura. Dislates lúcidamente colocados en roce. Hasta llegar a una instancia de omnicomprensión terrorífica del lenguaje en “Siga atentamente”:

12. Ingrese el número total de dedos (humanos y animales) vivos o muertos presentes en la habitación en la que se encuentra. En caso de realizar esta operación en un espacio abierto con el sistema de batería, podrá indicar el número aproximado de dedos. Si el valor que ingresa tiene un error mayor al 5% el proceso de inicialización se cancelará automáticamente.

Grafico aquello del pasado como usina a disposición del usuario voluntarioso, Mavrakis. Exhibiciones literarias de una toma de posición literaria. Prácticamente manifiestos. En “Fuerzas colectivas equilibradas”, sin ir más lejos, se conjura aquel gíglico cortazariano:


Le levanté la fatiga cultural y puse su condecoración al desorden civil. Su pelotón era un rompehielos, pero no tan espectral como yo creía tras las descripciones del Sargento Primero…


Y sin embargo, la autoconciencia literaria se asume como descargo. Como una provocación preventiva, en “Toronto no”:

¡Al lector nunca hay que dejarlo afuera! Cuando el lector se queda afuera, el autor se queda adentro, solo, no lo visita nadie y entonces se aburre como un tonto o empieza a fabular ideas raras que no tiene con quién compartir.

¿Quién conoce Toronto? Toronto es una página en blanco, un hueco virgen y vacío de donde sólo puede nacer la nada.

No se deje nunca engañar por palabras que contradicen a los actos, Mavrakis. Y no lo considere – no sea torpe – una hipocresía presentable de café literario. Adopte estos episodios como la manufactura de una poética propia. De, si quiere, una toma de posición. La página en blanco es la partera de la literatura. Y la literatura es un uso del lenguaje. Y el lenguaje una materialidad. En síntesis, la materia – y la Naturaleza – deplora el vacío de la nada: sólo se escribe para llenar el vacío. Sólo se escribe para fundar Toronto.

Reverenciar, parodiar, anhelar
¿De qué vacío se trata, Mavrakis?
Dígame “del vacío de las vanguardias” y le preguntaré yo a usted: ¿se trata de reverenciar a las vanguardias? ¿Parodiarlas? ¿Anhelarlas?

Léase en “Sobre el gusto literario”:
Una poética literaria:

Por eso digo que no hay libros sino el recuerdo de haberlos leído o escuchado.
La literatura es como una red de cuerpos con recuerdos en común filtrados por la experiencia.

Una poética crítica:

Cuando se critica un libro no se juzga entonces la forma, el estilo, el tema ni los procedimientos sino que se delimita un grupo de personas a las que se desprecia por recordar, comentar, intercambiar y fomentar la producción de desperdicios, de la misma forma en que un ecologista se opone al entierro de deshechos nucleares o un cartonero a la proliferación del plástico.

2 poéticas que son el basamento de su construcción: los cimientos autoinstalados sobre los que se ubica Toronto no: una obra que aduce la conciencia de su propia condición de existencia. En esa autosuficiencia se torna legible el carácter de manifiesto. Afirma y propaganda su propia lógica. Reescribe – pero nunca refunda – la literatura.

Una parodia: “Bucay y Osho” como teatro del absurdo aplicado a cierta disputa trascendental en el mercado por el best-seller. Y tenga en cuenta, Mavrakis, que la estética del teatro del absurdo, en su momento una forma de vanguardia, hoy es moneda corriente de cualquier publicista recibido hasta en la UADE.

Otra parodia: “El origen del mundo”. La mejor de todas – por la parodia bíblica, por la alusión directa a la parodia anterior, por su exposición cínica de la materialidad de la palabra y de un prosaico materialismo -:

Ni cielos, ni neutrinos ni bananas: en el principio fueron los muebles. Dios creó a la mesa, le sacó una pata y creó a la silla para que le hiciera compañía. Como nadie se sentaba a la silla, creó a las plantas, pero éstas, perezosas, prefirieron la tierra. Decepcionado, Dios creó a los animales, pero estos saltaban de un lado al otro (canguros), aplastaban las sillas (hipopótamos) o no llegaban a la altura de la mesa (hormigas). Entonces fue cuando se le ocurrió crear a los seres humanos y comprobó que estos sí podían sentarse sobre una silla (“son perfectos, están hechos a mi imagen y semejanza”, gritó). Sólo le quedaba crear al resto de las cosas, para que éstas crecieran, se multiplicaran y reprodujeran entre sí.


¿Usted qué lee, Mavrakis? Contésteme que lee acerca de las creaciones de un demiurgo confundido en la prueba de ensayo-error y entonces sí, mi estimado y querido, usted habrá leído exactamente la profunda verdad del manifiesto subrepticio de una estética. La de Toronto no, de Leonel Livchits.

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