domingo, mayo 24

Para leer “La Virgen del Cerro”, de J. Terranova


Abandona el excesivo deseo de conocer; en él se
encuentra mucha distracción. Tomás de Kempis.



El kitsch
Conste que para nosotros los armenios, Mavrakis, la religión no es un tema menor. Y que, por otro lado, también sabemos que en la vida diaria, en la vida actual, en el día-a-día cotidiano, no hay tema más pequeño que ése. Pequeño, comprenderá, significa desestimado. Y en términos prácticos, lo desestimado es lo inútil. En términos estéticos –porque usted, Mavrakis, me pide éste bisturí y no aquel otro-, lo pequeño, lo desestimado y lo inútil se encierra en una sola categoría: la de las formas agotadas: el kitsch. La religiosidad, la religiosidad profunda y convencida, en especial esa religiosidad profunda y convencida de los brutos (“Un hombre de unos treinta años se presenta se presenta como Carlos y quiere saber si María Livia conoce la obra de la vidente austríaca María Simma: Ella dice que los chicos abortados van a un Limbo donde con ayuda de los ángeles deciden si aceptan o no a Dios. ¿Existe ese lugar? ¿Qué pasa con los chicos abortados?”), la religiosidad profunda y convencida de los dolientes y de los necesitados, Mavrakis, es kitsch.

Y la religiosidad y lo kitsch se conocen: moléstese en mirar las estampitas religiosas. Las que reparten los fuliginosos en los subtes y las que cuelgan en las heladeras vacilantes de otros fuliginosos más. Las que llevan las viejas en los monederos. ¿Hay algo más kitsch que esas estampitas? Y usted, que en realidad es el típico ateo de formación jesuita, me dirá que las estampitas no son objetos estéticos para ser juzgados. Que son, apenas, íconos. Y yo le diré: por supuesto que sí. Íconos repetidos hasta el hartazgo, fetichizados y convertidos en el kitsch más lípido. Tal vez, por eso mismo, el menos analizado. Fíjese en las estatuas de las vírgenes: los colores rosados intensos, los ojos siempre mal pintados, siempre inverosímilmente celestes. En sus propios términos, a un paso de la semejanza con ese otro ícono al borde del abismo kitsch: el Che Guevara.

Entonces, ¿existe algo más kitsch que la religiosidad? Por supuesto: los libros que la refutan. Los que avanzan con enredos de incrédulo de cafetín sobre las intenciones profundas del Vaticano. O los que, con la ingenuidad materialista de un periodismo a lo Louis Lane, denuncian el lucro detrás de las cruces y las sotanas. Esa es la primera sagacidad de La Virgen del Cerro: que, en lo que respecta a las aproximaciones kitsch a un tema kitsch, no debe preocuparse por esquivar a sus contendientes directos. Los sobrevuela, en cambio, desde la altura de quien se despreocupa. Opta por despegarse, entonces, de la sorna progresista tanto como del ímpetu implacable de cierto periodismo parapolicial. No se trata, en definitiva, ni de salir a la búsqueda de las trampas de la fe y de las apariciones, ni de averiguar hasta la delación de qué vive ni cómo se financia la vida de la señora María Livia, la persona enlazada con la Virgen salteña. Búsquedas y averiguaciones que, en términos editoriales, rozarían lo previsible. Y en estéticos, lo ya-hecho-y-agotado: lo kitsch. (“Se ven lecturas sacras pero también los libros de Paulo Coelho y novelas históricas”).

Por razones de estilo y competencia, la primera astucia consta de constituir una paleta descriptiva “del milagro de la fe” desde un alejamiento enérgico de cualquier clase de kitsch literario. Para luego, eso sí, abordar un fenómeno de kitsch social. Un cauce interesante. Por eso le ahorro, Mavrakis, todo tipo de crítica por la negativa. La literatura no debe analizarse desde aquello que le falta; más bien por aquello que positivamente tiene. Por lo que está escrito. Y cómo. Olvídese de que aludamos al borramiento de la primera persona. A la posición elíptica del narrador. En todo caso, coloquemos el rótulo inicial desde aquello que sí está: una prosa estrictamente a ras de la realidad. Y que, en calidad de tal, la construye. (Y apelo, querido Mavrakis, a su honestidad intelectual: son los escritores quienes construyen la realidad de sus textos. Y quienes no se restringen a “reflejarla”. Un impedimento, por otro lado, reservado a las vanidosas limitaciones del periodismo).
Note usted, si no, cómo se construye una realidad –el procedimiento novelístico- desde un grado intencionadamente gradual de penetración –la sensibilidad novelística-. Le ofrezco a dicho fin dos citas: una del principio y otra del final:

“Cada tanto se escucha el sonido de los motores regulando y hay movimientos de taxis y autos particulares. Un tipo con gorra, pelo largo atado y tatuajes en los brazos pregunta por su ubicación. De un taxi, tres hombres descargan cajas de cartón con las viandas para el viaje y botellas de agua mineral envueltas en packs de seis o doce”.

“Cuando la charla termina, un hombre de unos treinta y cinco años camina hacia el escenario –donde María Livia recibe saludos de los fieles- y cae como si hubiera recibido la Oración de Intercesión. Los que están más próximos a la puerta empiezan a salir, pero mucha gente se acerca al escenario con cámaras digitales. María Livia les da la mano y les sonríe”.

Dos citas separadas entre sí por 113 páginas. Sin embargo, condensan a todos los personajes, la atmósfera, la tensión y la lógica estilística del libro. Porque la prosa a ras de la realidad, estimado Mavrakis, es una prosa pegada a la materialidad. Y es sólo desde la materialidad que se dispara “el milagro de la fe” representado en La Virgen del Cerro. Una fe de materialidad específica y efectiva. Sudorosa y activa en las caminatas concretas y en las caídas punzantes de los fieles, por ejemplo; pero también enunciada y declarada en todo momento, y en todo lugar, por sus bocas y conductas. La tarea del escritor consiste en penetrar esa materialidad de la fe tanto como los fieles penetran sus propias convicciones y experiencias alrededor de la fe. Del “packs de seis o doce” al “cae como si hubiera recibido la Oración de Intercesión” hay una pieza de esmerilada narración realista tan sugestiva para el narrador, Mavrakis, tan batallada como les resulta a los fieles mismos el penoso ascenso hasta el cerro en el que los aguarda la Virgen. En estrictos términos críticos, estimado Mavrakis, he allí la presencia del narrador, entremezclado entre sus personajes. He allí las representaciones convergentes de una misma escena, desde la escritura de uno y las experiencias de los otros. De ese enlace equitativo entre uno y otro agente textual es testigo privilegiado, en última instancia, el lector.

La figura útil del peregrino
Es el peregrino, Mavrakis, la mejor síntesis religiosa entre la fe y la materialidad. El peregrino, Mavrakis, es un sujeto que camina un cerro, suda a lo largo de un cerro, habla sobre un cerro y cae en un cerro por estricta fe. De allí el vínculo entre fe y escritura: la materialidad de ese tipo de fe sólo puede retratarse mediante el registro de una prosa a ras de la realidad. De la realidad de los pasos, el sudor, la charla y la caída en tierra. Registrar esa materialidad, por cuestiones de álgebra literaria y en síntesis, Mavrakis, es registrar fe. ¿Con la ayuda de qué? En principio, de la biblioteca: Robert Smith, Geoffrey Chaucer, Jacques Thuiller, Ernest Hemingway, Juan Bautista Alberdi no son sólo una constelación de epígrafes –de los que abundan, y nunca por razones ornamentales, como en El pornógrafo y El caníbal-. La sumatoria de citas en casi todos los rincones del libro podría identificarse con la sumatoria de citas de voces peregrinas en casi todos sus capítulos. Como si desde la literatura y desde la experiencia, la fe siempre fuera aquello de lo que resta una voz más, una cita más. Porque se la construye, a la fe, como un fenómeno rápidamente enmarcado dentro de lo inabarcable. Conste por último que las citas propias de una cultura elevada en La Virgen del Cerro -que la Literatura, Mavrakis- adquieren por su frialdad todos los matices de una función, le diría, de lo ilustre como catalizador subterráneo de un antagonismo histórico. Refiérome a aquella imposibilidad literaria –por profesional y encumbrada no menos positivista y jactanciosa-, de cagarse, desde el cientificismo o la parodia (o desde la esencia misma de su incapacidad para tratar con la obra de otros dioses) en los fenómenos religiosos y en la fe. ¿Acaso no condensa más sabiduría y humanidad la voz de un fulano cualquiera (“No nos vamos a hacer deporte o a pasear. Esto es algo mucho más importante. Esto es una peregrinación y nosotros somos peregrinos”) que la cita tajante de un autor flemático como Hemingway (“Creo en creer”)? En todo caso, le dejo la pregunta –que es retórica-, como para que usted enlace esa dinámica entre cultura de masas y cultura letrada omnipresente en toda la obra de Terranova. La huella más explícita: página 180, explicación erudita sobre el centón: concepto hermético (del lat. cento, -ōnis) para cualquier peregrino argentino promedio y, por eso mismo, escenificación capital de la inevitable fricción entre cultura de masas y cultura letrada. Tal vez un debate más sobrentendido, en este libro, que el histórico enfrentamiento entre los umbrales de la razón y los umbrales de la fe (“¿Qué quiere decir esto? –acota enseguida-. Esto quiere decir que no tenemos que pensar, tenemos que entregarnos en el Cerro, dar todo. Porque la Madre nos va a abrazar”).

No toleraré escuchar sobre el autor de La Virgen del Cerro que “su presencia pasa inadvertida, feliz y sabiamente inadvertida”
Imagínese que si yo fuera un tipo de escasos recursos, Mavrakis, pasaría a encolumnar categorías de análisis textuales tan aburridas como la Ley. Y si además de aburrido padeciera un perceptible complejo de inferioridad crítica, hasta podría arrastrarlo hacia determinados recintos de la argumentación. No es lo que se acostumbra en Punta del Este, ni padezco esas salvedades, usted lo sabe. Ni por error habré de proponer a la Ley como cada una de las relaciones existentes entre los diversos elementos que intervienen en un fenómeno, lo cual, en términos prácticos, equivaldría a decir la escritura de la Razón, para luego, como un niño de primero inferior, oponer eso a otro concepto de la Ley, también, como lealtad, fidelidad, amor, vale decir, velozmente, una escritura de la Fe. O imagíneme, por si acaso, para avanzar un poco más sobre una hipótesis de lectura tan comedida, entrelazando citas donde la Ley de la Razón (“Aunque al principio hay timidez, una vez roto el hielo, narrar en primera persona es como una droga para los peregrinos. El micrófono es su jeringa, su cetro de poder. La posibilidad de contar su experiencia termina por embriagarlos y no es para menos”) se enfrentara con la Ley de la Religión (“La esquela es breve y deja bien en claro que lo que sucede en el Cerro está “fuera de conducción pastoral” y que no tiene reconocimiento ni inserción en la actividad orgánica y oficial de la Iglesia Católica en Salta”) y éstas, a su vez, con las Leyes de la Fe (“Algunos peregrinos, sobre todo mujeres, quieren agarrar la mano de María Livia pero los servidores no lo permite”). Imagíneme, Mavrakis. Para alguien radicado en Punta del Este –y se lo digo mientras contemplo la Tienda Inglesa del otro lado de la Roosevelt-, plantear esa clase de líneas de trabajo me reduciría a un penado escolar. En cambio, opto por rastrillar aquello que hasta yo mismo he dicho que no estaba: al autor.

Apelo para esto a su buena voluntad: le solicito un acto de fe. Si el diablo estuvo en Salta (“El hombre tenía en las manos un rosario sin cortes y con cuentas negras. Cuando llegó su turno, María Livia no lo tocó, lo salteó y siguió. El hombre desapareció por su cuenta”), yo le aseguro que el autor está muy presente en el libro. Porque allí donde la Biblia se entremezcla con el calefón, habita una maniobra singular. Acontecimiento y contexto que encumbran una firma. ¿Que esta referencia acaba de dejarlo afuera? ¿Que no entiende de qué le estoy hablando? Y bien, Mavrakis, la fe no es fácil. No piense y créame: no hace falta que exista una primera persona del singular para atestiguar la presencia del autor. Recuerde lo que usted me pagó para que le escribiera más arriba: la realidad de los libros es una realidad creada sólo por sus autores. Que, como en el cine, exhiben y omiten cuadros por estricta voluntad, capricho y estilo. Yo voy a lo siguiente: cuando los cuadros, cuando los pasajes, cuando las citas y descripciones entre el polo de Biblia y el polo Calefón se funden juntos, aunque sea por un instante (y yo me remito, apenas, a nueve de ellos), allí emerge, sin dudas, la firma, la presencia inequívoca del autor. En términos concretos, de su humor. Sacro humor, si quiere. Que opera por esmeradas imágenes de contrastes y saturación: “La actitud en el Cerro de las Apariciones debe ser de mucho respeto y silencio, no se trata de un lugar de encuentro social, sino de un lugar santo en el que se ruega mantener un clima de oración y adoración constante. Se pide especialmente apagar los celulares, mantener una vestimenta adecuada y no mascar chicle”.

¿Percibe ya de qué le hablo cuando le digo que la Biblia oscila, por momentos, hacia el Calefón? Dios, el omnipotente, y esto se los hace saber a sus pajes sudamericanos, no se banca ni el chicle ni la telefonía móvil. Y usted me dirá: “pero es lo que se pide cuando se va a subir al Cerro”, y yo le diré: “pero en el contexto serio que rodea al acontecimiento milagroso, elegir escribir hasta eso es una forma de certificar de manera personal un aura ligeramente ridícula en toda la atmósfera”. Términos y condiciones de un acercamiento divino que casi podría ligarse a ciertos recursos de estilo de Los Simpsons y sus cartelitos en la puerta de la Iglesia.

De la naturaleza del recorte descriptivo, Mavrakis, le estoy hablando. Fíjese ahora aquí: “Pero… ¿Quién come carne de burro?” pregunta alguien. El que tiene el diario le responde que se exporta a países de Asia y Oriente. Y después detalla que mandaron más de mil burros a frigoríficos de Buenos Aires, Córdoba y Entre Ríos a un precio de entre trescientos y trescientos cincuenta pesos por animal. “Parece que de cada uno sacan hasta treinta y cinco kilos de carne”, agrega al final el del diario. Y un hombre de unos cincuenta años dice “Ahí falta mucha oración”. La conversación se da por terminada y los peregrinos se van a dormir”. Y bien, Mavrakis, ¿me va entendiendo? ¿Empieza usted a rastrear rasgos en común entre la “conversación escrita y el humor” de El pornógrafo, y los peregrinos de La Virgen del Cerro? Fíjese, además, aquí también. Perciba la gracia; perciba la Biblia y el Calefón: “No se echen, no se acuesten en la tierra. Van a sentir una somnolencia, es el descenso de la Virgen, su presencia. Pero guarden las formas, por favor”.

¿Capta ya la presencia de una serie de pasajes que, además de todo, remiten a un estilo específico? Por las dudas, Mavrakis, aquí le acerco otro caso más: “Lo suyo es un sermón con forma de arenga: “Éste es, no lo duden, por favor, uno de los fenómenos religiosos más importantes de los últimos años”. Y también: “El demonio está suelto en los medios de comunicación”. Permítase ya reconocerme la hipótesis de la presencia explícita del firmante y sonría: no se va a ir al Infierno por hacerlo. Mientras no te rías mascando chicle, amén.

Medios de comunicación (El caníbal) e Internet (El pornógrafo). ¿Le suenan? ¿Hay, Mavrakis, algún otro autor al cual remitirse? ¿Internet, le dije? Si, vea: “Después, pasa una mujer que dice que le pidió a Jesús una computadora para navegar en Internet y buscar información sobre sus santos preferidos”.

Conste que, si bien yo la coloco en serie, y con razón, bajo una línea definida de novelas anteriores, La Virgen del Cerro es, ante todo, una crónica. Y que las crónicas más conspicuas, desde 1959, se escriben bajo el precepto de borrar la presencia en primera persona del autor. Una metodología divina, Mavrakis, la de producir obras y después borrarse. El método apropiado para tratar temas religiosos, sin duda. Enorme metáfora de Dios. Posibilidad sutil de cargar la obra con presencias tangenciales pero identificables. “Usando un micrófono, una coordinadora habla veinticinco minutos ininterrumpidos sobre cómo descubrió el valor del silencio”. Sutilezas de presentismo igualitas que las de Dios, Mavrakis, puede tener un autor en su texto. “Os pido corazones abiertos y generosos, y así podáis comprender esta gracia tan especial que os regala Jesús vuestro Salvador. Amén, amén”. Una chica que está parada y tiene una cámara de fotos colgando del cuello dice en voz baja: ¿La Virgen viene de España que habla de vosotros?”

Aunque Dios también prefiere omitir los actos tangenciales, para acusar con nombre y apellido: “A lo largo de estas seis apariciones, los informes eclesiásticos afirman que María les mostró el Infierno y les advirtió sobre el peligro del comunismo ateo”. ¿Le cierra ahora, además, si le agregamos a todo este combo que La Virgen del Cerro es, también, una puesta en escena de la interminable pugna, desde los planos más populares hasta los más jerárquicos, por apropiarse de los sentidos y utilizaciones de la fe?

Como fuera, creo haberle explicado y ejemplificado bastante bien mi teoría del acontecimiento, el contexto y la firma. De ahí que ya no toleraré escuchar otra vez, Mavrakis, sobre el autor de La Virgen del Cerro, que “su presencia pasa inadvertida, feliz y sabiamente inadvertida”, ni mucho menos que “el yo intensificado, el trazo irónico. Pero no, ni un guiño”, porque eso, mi querido Mavrakis, significa creer que la Gran Muralla China no existe sencillamente porque jamás pudimos verla. Y ahora, si no le molesta, voy a cambiarme la Rigars y encender otro Cohiba. La Isla Gorriti me inspira.

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