sábado, mayo 30

Para leer Realidad, de S. Bizzio

¿Y ese Bizzio quién corno es?

El vínculo estigmático entre realidad y ficción, estimado Sucesor, implica la lectura sucesiva de textos variados. Que parten desde la inteligencia benefactora de los inestimables griegos. Pasando luego por los filósofos pre-kantianos. Para sobrevolar, sin mayores detalles, a los teóricos del romanticismo. Alemán e incluso inglés. Sin olvidar detenerse en los antológicos teóricos de la revolución socialista. Hasta desembocar, para regocijo de las amas de casa con inquietudes, en la tristeza nihilista del posmodernismo peor digerido. Previa fagocitación –ineludible, estimado Sucesor– de las recomendables lecturas de abominadores crónicos de la cuestión. Como el histérico Theodor Adorno.

Sin embargo, estimado Sucesor, me niego a quitarle más tiempo del estrictamente necesario. Paso a informarle, sin más, que Realidad, novela de Sergio Bizzio, trata de la mecánica y la lógica centrípeta de los desplazamientos.

A. Primer desplazamiento: soportes
El primer desplazamiento, estimado Sucesor, supura obviedad. Insisto en remarcarlo, en todo caso, por la sana costumbre –es decir: estatalista y conservadora– de establecer series. Trátase del desplazamiento del soporte. De la maquinaria de ondas de alta frecuencia que compone un televisor, a la maquinaria de rayas de tinta que compone un libro.

Usted, estimado Sucesor, con su modestia habitual, no dudará en decir: Por supuesto, Realidad es un libro. Un libro escrito sobre la televisión. En calidad de crítico canónico, yo habré de responderle: Por supuesto, estimado Sucesor. Pero preste atención al siguiente recorte de la novela:

Asaltar el canal… Nadie estaba al tanto del ultimátum terrorista, pero sí de la posibilidad de asaltar el canal: de esa manera se resolvía esta clase de asuntos en la literatura que habían oído, en el cine que les habían dicho, en el periodismo que los entretenía y en la televisión que los había formado.

Relea con atención las construcciones propositivas adjetivas. Perciba el mecanismo de desplazamientos en los grados de percepción (la literatura que se oye y no se lee, el cine que se dice y no se mira) de los soportes. Porque el desplazamiento perceptivo de los soportes, estimado Sucesor, es la clave crítica –aunque algunos insisten en confundirla con una parodia y hasta con la más rústica comicidad– de un temario insistente entre los terroristas que toman el canal que trasmite Gran Hermano y los participantes del juego rabiosamente dominados por su voluntad de ganar. A falta de una descripción menos clara y más compleja, sugiero llamar a ese temario, sencillamente, la decadencia de la cultura. Establezco aquí, estimado Sucesor, el primer axioma crítico de Realidad: la decadencia de la cultura es una serie de desplazamientos.

B. Segundo desplazamiento: industrias.
Otro desplazamiento. Intrínsecamente teórico, si me permite la digresión, estimado Sucesor, más que crítico. El de la industria cultural conjugada en una reproducción tipo meiosis –¿acaso los grupos terroristas se componen de células?– con la industria bélica.

El producto de ese entrecruzamiento, estimado Sucesor, goza de cierta fama desde la década del ´40 del siglo XX. Llamémosle, sin más, industria del entretenimiento 1. Opium populorum de la cual Realidad establece sendos desplazamientos de sentidos. Establezco aquí, estimado Sucesor, el segundo axioma crítico para leer Realidad (heredero de una impronta que mucho le debe a César Aira): el artificio televisivo Gran Hermano está ensamblado con el mismo grado de artificio bélico que Al Qaeda, y ambos son parte de una industria del entretenimiento.

Roswaig lo miraba como a un ser irreal. El choque de culturas y de mundos (o de dioses y planetas) entre un grupo y otro fue total. Fue un choque entre el Rating y el Corán. Para los talibanes lo que dice el Corán es bueno, y lo que no dice el Corán es malo. Para los productores el asunto funciona de la misma manera: lo que tiene rating es bueno, lo que tiene rating es malo.

A partir de aquí, estimado Sucesor, lo que varía es la materia del desplazamiento. En términos más interesantes: sus actualizaciones, dentro de un orden de propagación metastásico. Puede tratarse, por ejemplo, de desplazamientos culturales básicos, vehiculizados por un mero desplazamiento de voluntades. Como el de los arquetipos más primitivos de cualquier fábula, reciclados bajo control de los hacedores del programa en los personajes encerrados en la casa de Gran Hermano:

Hacía rato ya que sus compañeros de encierro se habían dejado caracterizar por los guionistas y editores del programa, en roles que iban desde “el buenazo” y “la ingenua” hasta “el ladino” y “la infiel”.

Otra actualización recurrente del desplazamiento, estimado Sucesor, es la que configura los parámetros de lo sagrado en lo profano y viceversa.

Se recluyó en un ángulo de la habitación, debajo de una de las cámaras, y convirtió (involuntariamente, hay que decirlo) su cama en una Meca. Hacia allí peregrinaban en busca de consuelo los que habían sido nominados, allí se demoraban en un largo abrazo los que eran expulsados.

La trivialización –una lectura sencilla de Realidad acabaría en la siguiente afirmación vacía: la televisión trivializa toda realidad– es una herramienta de la elipsis. Una característica grosera de la ars televisiva –y también gesto decadente del ars periodística– es la más grosera obviedad. Establezco aquí, estimado Sucesor, el tercer axioma crítico para leer Realidad: la elipsis literaria es al discurso narrativo lo que la obviedad es al discurso televisivo.

En su desplazamiento, los recursos mutan la lógica de la serie. Es decir, estimado Sucesor, que la televisión de Realidad sólo puede exhibir su making of –es decir, lo finito– gracias a la omnisciencia deliberada del narrador.

Gran Hermano hizo una pausa. Mucha gente creía que esas pausas eran las de un hombre sereno y reflexivo, pero en realidad se producían cada vez que Mario Lago se apartaba del micrófono para escuchar lo que un guionista le decía al oído.

Mientras que el devenir argumentalmente real de los protagonistas de Realidad sólo puede ser repuesto –y no narrado– a través de una simbiosis irresuelta ante lo inabarcable –es decir, lo infinito– de la realidad. Estamos, estimado Sucesor, ante una trivialización de lo esperado –el final de la novela– a través del escándalo aireano del soporte.

Si lo que antecede fue leído como una novela, entonces no hay por qué decir lo que pasó con cada uno de sus personajes (sólo la realidad es capaz de contarlo todo). Pero el caso es que lo narrado hasta aquí sucedió: la muerte de Sailab –el primero en caer– fue real (giró sin soltar la metralleta y recibió una salva de plomo en el pecho, en la cara en un hombro, en una pierna).

C. Tercer desplazamiento: lo real.
Es siempre, estimado Sucesor, el intersticio de lo irreal, lo que socava a la realidad. En ese orden de lo argumental –que yo, estimado Sucesor, prefiero ordenar en un mapa de axiomas– los terroristas de Sergio Bizzio son un capricho más de la industria del entretenimiento. Es decir, son miembros del constructo mediático Al Qaeda.

La suya, estimado Sucesor, a pesar de la dinámica constante entre lo sagrado-profano, no deja de ser, sin embargo, una batalla de fines terroristas. (Es decir, de fines que persiguen algo del orden de la santidad).

Dios mío, qué buen guionista sería este si dejara las armas”2

Prefiero recortar aquí –críticamente, lo cual equivale a decir, estimado Sucesor, arbitrariamente– un componente auténticamente terrorista. El de la crítica insurrecta. Apelo ahora a su fortaleza psíquica. No se deje despeinar por ningún viento hegeliano en cuanto afirme que, en calidad de sujetos conscientes de la acción –los terroristas, súbitos guionistas del Gran Hermano– logran un desplazamiento del grado de realidad de los participantes encerrados de Gran Hermano.

Por momentos se olvidaba de todo, dejaba la ametralladora a un lado y se ponía a pensar en la trama. De tanto en tanto, incluso, miraba de reojo a Roswaig y a Mario Lago para saber cómo iba qué opinaban. Estos momentos, en los que Ommar sentía que estaba haciendo un gran programa, eran breves y espaciados, pero muy intensos.

Las epifanías televisivas de los terroristas, estimado Sucesor, son desplazadoras de la realidad de los concursantes de Gran Hermano. Una realidad que, a gracias a la iluminación epifánica de los secuestradores convertidos en guionistas, quiebran su rol en una relación permanente de opacidad ante los televidentes. El roce se vuelve penetración sexual y la bobería se vuelve marihuana. La potencia abstracta de la errancia se actualiza en acto de energía material. Establezco aquí, estimado Sucesor, el cuarto axioma crítico para leer Realidad: la crítica insurrecta y total de los terroristas produce energía a partir de la luz. Es decir, se vuelve fotosintética sobre los participantes de Gran Hermano.

Comienza aquí, estimado Sucesor, el segundo paso de mi observación sobre los desplazamientos de lo real. Porque la crítica total implica el desplazamiento destructivo de una esencia opaca (y opa) hacia una creación genuina (y real). Los bordes de la ficción que rige a Gran Hermano, estimado Sucesor, se derriten.

La crítica total, estimado Sucesor, sólo admite su propia destrucción como inicio para la liberación de su completo potencial. Bajo un estigma casi paródico de ecos nietzscheanos (“el hombre que quiere perecer y ser superado”), se instala, mediante un desplazamiento destructor irreparable, lo real.

-Chaco, hubo un error –dijo Mario Lago–: el arma tiene balas de verdad. Tenés que parar, Chaco, ¿me oís? ¡No dispares…!
-Perfectamente –dijo Chaco.
Y le apuntó al corazón y disparó.

A la autodestrucción de los concursantes de Gran Hermano (malograda o no, estimado Sucesor, en lo que aquí respecta, es un detalle menor), sobreviene la autodestrucción de los terroristas. Pero sobreviene también, estimado Sucesor, la autodestrucción de las coordenadas del relato mismo.

Lo que sigue es intrascendente y literal, pero también arbitrario: podría narrarse cualquier otra cosa, lo real no tiene fin, excepto si es leído como novela, con lo cual su conclusión no tiene que ver más que nada con el ritmo, con el gusto, con el espacio, con la forma o el capricho, como en un trip de realidad.


Notas

1. Sobre las implicancias estéticas de esa meiosis en particular, estimado Sucesor, existen múltiples escritos sobre el fascismo. Un dato perturbador para las buenas consciencias: Jean Paul Sartre escribió su mejor obra bajo la ocupación nazi.

2. Apelo al mal gusto de las negritas sencillamente porque el lector desprevenido puede no percibir la alevosa vecindad entre lo divino (“Dios mío”) y la violencia (“las armas”).

Para leer La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de J. Díaz



I
Una literatura menor, estimado Sucesor, es una literatura de la disidencia. Disidencia, estimado Sucesor, ante una literatura homogénea. Institucionalizada e institucionalizadora. Imperial. (El lector que adivine las referencias inmediatas será bienvenido a entender lo siguiente. El resto, queda invitado a mirar tinelli hasta que la lobotomía sea absoluta).
La maravillosa vida breve de Óscar Wao se vuelve menor –no quisiera provocarlo, estimado Sucesor, abusando de un verbo como deviene– desde el título. Trátase de un título hagiográfico. Con la potencia nostálgica del martirologio en la mejor tradición Occidental. Católica. Europea. Central.


La operación de miniaturización, estimado Sucesor, parte de una dislocación abrupta de los parámetros de una literatura mayor a los parámetros –y allí, tal vez, su único límite: la inevitable parametrización– de una literatura menor. Una hagiografía de la disidencia, porque trata de la vida “maravillosa y breve” de un dominicano (y no un dominico). Un dominicano que, además, expande la revulsión de su minoridad al ser un inmigrante en Nueva York. Un intruso lateral entre intrusos. Atravesado, además, por todas las características transnacionales del paria simbólico y cultural.

¿Quieres saber de verdad cómo se siente un X-Man? Entonces conviértete en un muchacho de color, inteligente y estudioso, en un gueto contemporáneo de Estados Unidos. Mamma mia! Es como si tuvieras alas de murciélago o un par de tentáculos creciéndote en el pecho.

Ubicarnos en el campo discursivo de una hagiografía minoritaria, estimado Sucesor, no deja de ser, sin embargo, ubicarnos en el relato de una experiencia sensible. Que es, en términos inevitablemente hagiográficos, un relato amoroso.

Lo único que podía comparársele era lo que sentía por sus libros; sólo la combinación de todo lo que había leído y todo lo que aspiraba a escribir podía acercarse a ese amor.

Por supuesto, estimado Sucesor, hay amores múltiples en las páginas de Junot Díaz. Tantos que cualquiera podría interesarse en profundizar una lectura hagiográfica de Óscar Wao sólo en esa clave. La clave amorosa. Que es también, siempre, la lectura de un cuerpo puesto a disposición de los Otros. Pero le propongo, estimado Sucesor, en cambio, dirigir la atención hacia otros puntos de la experiencia sensible. Los de todos aquellos haces de rasgos que colocan a Óscar Wao exclusivamente en sintonía con lo menor.

Los blancos miraban su piel negra y su afro y lo trataban con jovialidad inhumana, Los muchachos de color, cuando lo oían hablar o lo veían moverse, sacudían la cabeza. Tú no eres dominicano. Y él contesta, una y otra vez, Claro que sí lo soy.

Considere, estimado Sucesor, que la minoridad etnográfica se establece como intersticio. Óscar, para los blancos, no es blanco, pero tampoco es negro. Para los negros, no es negro. Pero tampoco blanco. El color no es un rasgo negativo, sino un impedimento en huída permanente de las clases. Una diferencia constitutiva, estimado Sucesor, que no es tampoco, ni debe confundirse, con una oposición. La oposición es inevitablemente dialéctica: la diferencia no lo es. No es la negación de una afirmación. Ni antítesis de ninguna tesis. La diferencia, estimado Sucesor, como la etnografía de Óscar Wao, escapa a la dialéctica.

II
Más allá del cuerpo hagiográfico hay una lengua que lo comunica. El cuerpo del santo necesita hablar. Pero necesita hacerlo, estimado Sucesor, en un más allá de una lengua territorial (lo que casi equivale a decir, estimado Sucesor, una lengua territorializable).

La vida que existía más allá de Paterson, más allá de mi familia, más allá del español.

La lengua del Imperio Norteamericano no se opone a la lengua Latinoamericana. Se mezclan, en cambio, en una sola lengua. Una lengua menor.

Nuestra chica era straight boycrazy.

Abundan, estimado Sucesor, los ejemplos de lo que cualquier chimpancé podría encontrar y llamar, más allá de cualquier originalidad, spanglish. Pero el registro contable de la obviedad, estimado Sucesor, no es la clase de lectura que me interese hilvanar desde mi exilio dorado en Punta del Este. Una sola cita, bien elegida, bastará para trazar la lógica de Óscar Wao.

Antes de que hubiera una Historia Americana, antes de que Paterson se desplegara frente a Óscar y Lola como un sueño o las trompetas de la isla de nuestro desahucio sonaran siquiera, estaba la madre, Hypatía Belicia Cabral:
una muchacha tan alta que a uno le dolían los huesos de las piernas de solo mirarla tan negra como si la Creadora, al hacerla, hubiera pestañado que, como su hija aún por nacer, sufriría de un malestar muy particular de Nueva Jersey: el deseo inextinguible de estar siempre en otro lugar.

Las negritas *, estimado Sucesor, conforman una poética: la Historia Americana –al uso de la American History que, sin embargo, quiere decir ahora Historia Latino-Americana–; la genealogía latinoamericana como diáspora en permanente creación y recreación de su historia; la alternancia en el género héteronormativo de Dios; la voluntad de escapar del aquí y ahora para ubicarse en un infinito más allá y próximamente.
En definitiva, estimado Sucesor, el cultural and body building del Sujeto Menor:

Al principio, los demás estudiantes la habían flagelado con todas las estupideces antiasmáticas de siempre. Se burlaron de su pelo (¡es tan grasiento!), de sus ojos (¿de verdad que puedes ver con ellos?), de los palitos (¡te conseguí unas ramitas!), de su idioma (con múltiples variaciones del chinchonés).

Escritor de una literatura a la altura de las circunstancias, Óscar Wao es el Santo y el Hagiógrafo a la vez. La escritura y el escritor. En tal caso, estimado Sucesor, la literatura es la posibilidad siempre latente de forjar una existencia futura, que esté, a su vez, a la altura de las circunstancias menores.

¡Es él! ¡El Stephen King dominicano!

Un “Stephen King dominicano” –un Premio Pulitzer dominicano, si se considera la dinastía de ganadores jamás extranjeros– es, como la creación de Óscar Wao, el puro acontecimiento. El acontecimiento “que no nunca acaba de llegar o de retirarse”.

III
El arte, estimado Sucesor, sólo el arte, provee las coordenadas para cierta estabilización.

Puede que Beli estuviera fuera de su liga, que no pudiera pedir un trago o soltarse en las banquetas sin soltar los zapatos, pero una vez que la música comenzó, vaya, nada de eso importaba.

La trama permanente de Trujillo y su sombra sobre Santo Domingo –que sólo puede estabilizarse como concepto transhistórico: el fukú– es otro apócope de la disidencia. Glosa de una historia institucionalizada, glosa incluso del escritor del Sistema –La fiesta del Chivo y Mario Vargas Llosa, pero también todo Gabriel García Márquez–, Junot Díaz también hace una literatura menor latinoamericana de una Literatura Latinoamericana.

Coño, ¿quién puede llevar la cuenta de lo que es verdad y lo que es mentira en un país tan baká como el nuestro?

El fukú, estimado Sucesor, no sólo es una fábula de apertura para el Destino de la Dinastía. Es, sobre todo, un símbolo radical –creado desde una mera sucesión de incidentes y con arbitrariedad artística– que interrumpe la opción entre la Voluntad –una historia que se hace– y la Fatalidad –una historia que se padece– para proponer una tercera opción que es otra, sin ser ninguna.

¿Entonces qué fue?, se preguntarán ustedes. ¿Un accidente, una conspiración o un fukú? La única respuesta que darles es la menos satisfactoria: tendrán que decidirlo ustedes mismos.

Una novela latinoamericana menor escapa, en especial, al Fatalismo. Que ha sido, para el canon de la novela latinoamericanista, el relato permanente del fracaso. El arte creativo, en tanto producción –es decir, en tanto inventor del fukú, estimado Sucesor–, se libra del relato de una mera capacidad de sufrir. Discurso que, me atrevería a decirle, estimado Sucesor, es el relato hagiográfico en el sentido que siempre le ha dado la novela latinoamericana reaccionaria (un teatro de tres personas: el Fatalismo Inevitable (el Mal, el Dictador), la víctima (el Pueblo, el Ignorante), el Autor (el Intelectual, el que Todo Lo Codifica por Nosotros), tríada que sólo abarca el grado más bajo de posibilidad de acción).

IV
El destino hagiográfico de Óscar Wao, estimado Sucesor, es distinto. No es el Santo que se inmola para producir un Juicio. Es el Santo que se inmola por un pueblo por venir.

Veía a todos los muchachos «cool» torturar a gordos, feos, inteligentes, pobres, prietos, negros, impopulares, africanos, árabes, indios, inmigrantes, extraños, afeminaos, gays… y en todos y cada uno de estos choques se veía a sí mismo.

En su plan minoritario, la readmisión es total. En el plano del arte, desaparece la oposición entre Canon y Mercado. La hagiografía –un milagro del Santo– los mezcla y los confunde.
Óscar le echó una mirada a los libros de astrología que había bajo la cama y a una colección de novelas de Paulo Coelho. Ella le siguió la mirada y dijo con una sonrisa: Paulo Coelho me salvó la vida.
Por último, estimado Sucesor, el enemigo permanente de la literatura menor de Junot Díaz es la pasividad. El quietismo. La inacción institucional de un solo elemento: el cliché.

¿Sería mejor que Ybón y Óscar se conocieran en el Lavacarros de Fama Mundial, donde Jahyra trabaja seis días a la semana y un bróder puede pulirse las defensas y la defensa a la misma vez mientras espera, háblese después de conveniencia? ¿Sería mejor? ¿Sí? Pero entonces estaría mintiendo. Sé que he metido mucha mentira y ciencia ficción en esta mezcla, pero se supone que es la historia verdadera de la Maravillosa Vida Breve de Óscar Wao.


Nota al pie
* El hipotexto de los comentarios al pie de página también son una disidencia espacial para una literatura menor: una literatura marginal, es decir, una literatura que, como el lenguaje de Óscar Wao, traza una línea mágica que escapa del sistema dominante.

Para leer a T. Capote

1. Sólo el Mercado demarca los bordes de lo Real
Después del realismo balzaciano.
Después del realismo socialista y del realismo histórico.
Después, incluso, del neorrealismo de celuloide, estimado profesor, se impone hoy el único realismo a la medida de la más prolífica y consistente institución de todas las que ingresan con éxito al siglo XXI: el realismo de Mercado.

Pavor intermitente de Adorno. Desvelo lúcido de Benjamin.

Con la larga historia crítica de las industrias culturales, estimado profesor, uno sólo lograría producir somnolencia.

Y también alguna novela –de esas sobre las que tanto le gusta a Mavrakis escucharme– de devoradoras hibridaciones estéticas.
Entonces nuestra premisa crítica, estimado profesor, será la siguiente: sólo el Mercado demarca los bordes de lo Real.
De allí entonces que el único realismo, profesor, sea el realismo de mercado. Me atrevo a explicárselo con el exceso pedagógico que no me corresponde: realismo sólo es aquello que el mercado oferta como real.

La obviedad, estimado profesor, sería pasar inmediatamente a un análisis pormenorizado del discurso periodístico. Por qué no: de la escritura periodística que, a consecuencia del reparto de divisas desde la Secretaría de Medios, plantea como real la existencia de un Gobierno que no es ni derecho, ni humano, ni ético, ni viable.
Léanse, para mayores detalles, las gacetillas oficiales en el diario Página /12.
Pero incluso, si de las urgencias del Mercado se tratara, estimado profesor, emerge al alcance de cualquier mano, la portada genérica de cualquier revista con ínfulas políticas. Espacios coronados de la ficción contemporánea.
O, un poco más allá, el sinfín de crónicas periodísticas.
Editadas por doquier.
También emerge el sinfín de publicaciones de ensayos.
Aquel género -por excelencia- de lo real.
Si los soporíferos ensayos de Marcos Aguinis prosperan, estimado profesor, aunque cualquiera sepa que sirven para más que balancear sillas con patas desgastadas, es porque los impone, a prepotencia de su talento, el Mercado.

Alabada sea entonces, estimado profesor, la relación entre el Mercado y la Palabra. Porque a ella no sólo le debemos deliciosas páginas de Arlt y de Puig a favor. También le debemos páginas de Saer y de Aira en contra.

Que las analicen otros.

Yo le propongo, estimado profesor, al respecto, la elucidación de algunas páginas de Truman Capote.

2. ¿Hay alguien que compre lo que escribes?
Que la materia prima de un relato es la realidad y que de un trabajo sobre la realidad –la operación estética, estimado profesor– puede emerger una literatura, es una posición corrientemente tibia. Para la construcción de lo Real desde el Mercado, el principio se invierte:

–Dime, ¿eres un verdadero escritor?
–Depende de lo que entiendas por verdadero.
–Pues mira, ¿hay alguien que compre lo que escribes?
Desayuno en Tiffany´s

Para el realismo de mercado, profesor, lo real –el autor y su obra– existe sólo en la medida en que el Mercado lo designa como Real. Porque no hay otra institución más legitimadora de todo arte –y de las categorías de todo arte, todo autor y toda obra– que el Mercado.
Truman Capote lo supo desde temprano. Y ciertas páginas de su obra, estimado profesor, son casi una delicada poética sobre el quehacer de la Palabra ante el Mercado. Lo aseveraban, hacia 1958, las calculadamente ingenuas preguntas de Holly Golightly.
¿Qué es para el realismo de mercado un autor, estimado profesor, sino aquello que el Mercado –y nada más– puede designar como tal? La mera pregunta se impregna de teoría estética: para el realismo socialista –fenómeno literario al que hoy sólo podría definirse como “epocal”, pero candente durante los años de formación de Truman Capote–, lo que luego sería una función legitimadora del Mercado se proponía, ante todo, como una función de operatividad superestructural. Para el éxito de la revolución material.
Trátase de una inconveniencia cargada del feroz pragmatismo que, 60 años después, padece, por ejemplo, el abanico completo de las editoriales pequeñas. Aquellas que, superada la utopía de la revolución, apuestan a la utopía de un arte intrínseco y puro. Eligen compensar sus costos, entonces, no ante el binomio de un Mercado a la búsqueda de un Cliente. Sino ante el binomio de una Literatura a la búsqueda de un Lector.

De vuelta a Truman Capote. Si para él sólo el Mercado podía conferir Realidad a la categoría de autor, el canon literario –desde Madame Bovary hasta Don Quijote– sólo podía reformularse, en términos de mercadeo, como garantías de calidad y satisfacción del cliente.

Debieron de entrar revistas por valor de cien dólares en esa casa. Si quiere saber mi opinión, eso fue lo que tuvo la culpa. Tanto mirar fotos de gente ostentosa. Tanto leer sueños. Eso fue lo que la empujó a dar los primeros pasos por el camino. Cada día andaba un poco más. Un día, simplemente, siguió adelante.
Desayuno en Tiffany´s

Las referencias a la exacerbación fotográfica como actualización moderna del bovarismo, estimado profesor, y también la demencia viajera quijotesca como producto psíquico de esa exacerbación, se reformulan en calidad de accesorio de mercado.

Para el realismo de mercado de Capote, estimado profesor, el “guiño” metaliterario se cincela –sin permitirse la parodia– exclusivamente hasta la categoría de accesorio. Uno más dentro del mosaico de herramientas a la búsqueda del cliente.
Usted cobra entre quince y veinte mil dólares por los artículos que publica en las revistas. ¿Se resiente su obra literaria del tiempo que usted dedica al periodismo?

No, no necesariamente. Siempre he escrito un montón de artículos para revistas. Escribir esos relatos no es distinto de hacer un libro. Fíjese en mi último libro, Música para camaleones. Fue un éxito de público y he vendido dos partes para el cine.
Conversaciones íntimas con Truman Capote, Lawrence Grobel
Para el realismo de mercado, estimado profesor, sólo es escribible aquello que puede venderse. Y sólo es legible aquello que puede comprarse.

Al revés de las grandes historias de amor, estimado profesor, o como ocurrió, en términos literarios, con el peronismo, la literatura de Truman Capote se materializa primero. Y se idealiza después.
Apelo al autoritarismo de la cita.
El realismo de mercado involucra el pragmatismo –la practicidad, lo “practicable”- de los golpes de un látigo. Jamás los golpes metafísicos –deseados, soñados, irrealizables- de la inspiración.

Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.
Música para camaleones

Sería ese imperativo del realismo de mercado lo que en 1965, en A sangre fría, estimado profesor, llegaría a convertir en persona, hasta lograr un tenor material, al Perry Smith. El que fuera, en vida, un personaje de tenor apenas verosímil.

A un universo donde lo Real es aquello moldeado por el Mercado, a un universo signado por un realismo de mercado, le corresponde entonces, profesor, el registro por excelencia de todos los potenciales clientes. El registro de lo mundano. El que –por motivos que superarían la problemática de las categorías de lo Real– no se concretaría jamás.

Probablemente fue entonces, en aquel período de entusiástica conquista de la segunda mitad de los años cincuenta, cuando se imaginó como el Proust norteamericano, como un escritor que, algún día, haría con los modernos ricos norteamericanos lo que Proust, trabajando por la noches en su acolchada habitación, había hecho con la aristocracia francesa de la belle époque. En cierto sentido, consideraba a Proust como su mentor. Proust no había influido en su estilo narrativo (en este aspecto, Flaubert sería siempre su maestro) pero sí con su ejemplo personal. «Siempre tuve la sensación», confesaría Truman, «de que era una especie de amigo secreto».
Truman Capote. A biography


miércoles, mayo 27

Para leer Los domingos son para dormir, de S. Budassi

I. Cosmopolitano ≠ Cosmopolita

La manifestación de femineidad, estimado Sucesor,consiste en la magnífica capacidad para la insatisfacción.

“No sé… es un poco… es simpático, no sé, medio paisano, se le nota el acento de campo… igual es chico para mí –dice.” (Fuera de temporada)

Insisto, estimado Sucesor, en que la insatisfacción no es una hermana insignificante de la histeria. Y que la histeria, a pesar del abuso incondicional de la doxa de origen cosmopolitano –gentilicio que usted no debería confundir, nunca, estimado Sucesor, con cosmopolita– no es tampoco un simple modus vivendi. En todo caso, es más bien una categoría de pensamiento compleja. En principio, estimado Sucesor, una categoría con la que hasta el triste Roland Barthes estaba familiarizado. Tal vez, por su magnetismo poderosamente capitalista.

“…no sólo hay que ser buena, también hay que parecerlo –crema Avon antiage que mantiene el equilibrio hídrico de la piel–, así hago yo…” (Las cosas que brilla a mi alrededor)

O casi le diría, estimado Sucesor, que, lateralmente, por su magnetismo lacaniano. Porque la histeria es, inevitablemente, la satisfacción producida por una declamación permanente de insatisfacciones.

“…fomentar prejuicios sobre la estupidez femenina siempre juega a favor: es bueno que el enemigo subestime las fuerzas del adversario (una suerte que el machismo y Matías no se den cuenta de eso)…” (Todo lo de anoche)

En otras palabras, estimado Sucesor, se trata de una constante imbatible en las construcciones contemporáneas de femineidad.

II. Una máquina de producir apariencias

¿Cómo articular una voz fémina en Los domingos son para dormir? Concédame, estimado Sucesor, el artilugio de una tríada de lectura productiva. Concédame el placer de estreñir cualquier capacidad vulgar de interpretación. Lo posible (lo que podría suceder). Lo real (lo que sucede). Lo virtual (lo que sucede sin suceder). Entonces permítame avanzar en uno de los mapas más prepotentes de Los domingos son para dormir. El de las dislocaciones en el plano de las expectativas.

“…pienso en llamar a mis amigas, necesito consuelo: estoy demacrada, uso una remera de Argentina con el logo de Visa y de Reebok porque es la única que encontré…” (Todo lo de anoche)

Por supuesto, estimado Sucesor, el plano de las apariencias es un factotum voraz de la voz fémina. Y toda apariencia –y si usted me lo permite, Sucesor, le demostraré las muchas que abundan en todo el libro– se instala en un permanente aleteo entre lo real y lo virtual. El ser encerrado en el parecer. Para la voz fémina de Los domingos son para dormir, el quicio entre lo que es y lo que puede ser tiene un permanente sentido estético y un permanente sentido sentimental. Me esfuerzo en ser abigarrado, estimado Sucesor, para que el texto clarifique por sí mismo.

“…mejor delegar: medias de red con minishort negro y la misma musculosa blanca gastada. Sandalias de taco. Cuando venga puedo decir que me probaba ropa de fiesta para el casamiento de mi prima en Santa Rosa; de todas formas, por qué preocuparme: los hombres son siempre demasiado fáciles…” (Todo lo de anoche)

Las dislocaciones en el plano de las expectativas no son más que un permanente desplazamiento –histérico, estimado Sucesor, con las salvedades retóricas del caso– entre aquello que se pretende y aquello que se logra. Entre lo real y lo virtual. Mediado, de manera permanente, por lo posible. Por sobre lo que sucede, estimado Sucesor, la voz fémina está anclada en lo que podría suceder. Es el lastre infinito de las posibilidades probables, estimado Sucesor, lo que termina por convertirse en un aceite espeso de expectativas. Ideal para empantanar de manera constante a la voz fémina.

“…al final papá es igual que mamá, tampoco puedo esperar nada bueno de ella: después de hacer una descripción detallada y técnica de cada producto y de haberle explicado cincuenta veces las insalvables diferencias que separaban un producto de otro, aparece con una Mandy en lugar de los Pin y Pon que le había pedido…” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

Empantanada por el trance permanente de la dislocación, lo que se habilita es el registro de una vivisección permanente de la conciencia. Es en el devaneo de esa eterna cadencia entre lo mensurable, lo potencial y lo que se actúa en pos de un permanente futuro que nunca es el satisfactorio, estimado Sucesor; es en ese mecanismo donde, bajo el efecto ralentizado de la conciencia narrativa, “se revela detalladamente cómo piensan las mujeres”.

“… El chofer dice qué linda que estás hoy como si me viera todos los días, sonrío y digo gracias, por primera vez en forma natural como me enseñó Fabiana: cuando un hombre te dice algo lindo no tenés que negarlo ni ponerte colorada, tampoco tiene que parecer que no le creés; lo mirás a los ojos, sonreís y le decís gracias con seguridad…” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

Y si usted necesita una cita aún más clara:

“…Dios mío, soy consciente de tantas cosas…” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

III. Constante continuidad del continuo

El desplazamiento y la apariencia también tienen sus rebordes materiales en el lenguaje. Precisamente, estimado Sucesor, en la ilación errática de elementos diversos. En la eliminación sintáctica de los conectores habituales. En la supresión calculada de verbos copulativos que priorizan el sentido por sobre la imagen. Si me permite la cacofonía: en la constante continuidad del continuo de imágenes, recuerdos y pensamientos.

“… siempre quise tener uno, ahora lo sé, recién ahora –soy tan distraída, creo que la maestra tenía razón–, ah, ya sé, que cuando me impresioné con esa película mis compañeros de curso –éramos de cuarto primera, me puse una remerita re sexy esa vez, fucsia con lunares verdes, la espalda descubierta; nadie dijo nada, pero sé que estaba hermosa, casi una modelo–, eran unos imbéciles y se burlaron de manera cruel, creo que lloré porque yo no lo entendía, pero ahora sí entiendo eso del odio a los padres; tiene que ver con el psicoanálisis, ¿no?...” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

IV. Los diamantes son el mejor amigo de una mujer

Por supuesto, estimado Sucesor, si existe un elemento capaz de sintetizar como un nodo poderoso las dislocaciones féminas entre lo posible, lo real y lo virtual, ese elemento es el Mercado.

“…y mi vida como burbujas limpias, dispersas, artificiales –publicitarias–acciones que no se producen, sensaciones disociadas de la acción…” (Compulsión a la repetición)

Si existe una institución capaz de convertir en infinita la serie de las certezas incumplidas, estimado Sucesor, del mismo modo en que convierte en infinita la serie de las promesas simuladas, esa institución es el Mercado.

“…Cómo se verá mi maquillaje con esta luz, gris perlado de mis párpados concebido por Lancôme para una noche como la de ayer –o con eso nos engañamos los fieles consumidores– tonalidad 035, gris humo también en el delineador…” (Todo lo de anoche)

Y es en el área común de libre juego entre lo real, lo posible y lo virtual donde la conciencia narrativa fémina se liga con el Mercado. Indeclinablemente naturalizada, poderosamente cultural, estimado Sucesor, la relación entre Mercado y Femineidad opera a repetición como un continuo de sentido infalible.

“…voy a ponerme perfume del importado que es el más lindo y así voy a estar mejor…” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

Arraigado en el deber ser de la voz fémina, estimado Sucesor, el Mercado es un efectivo operador del dislocamientos de las expectativas. No por sumisión incondicional. Ni por utilitarismo banal. Esa, estimado Sucesor, en el mejor de los casos, sería una lectura peligrosamente machista. En todo caso, estimado Sucesor, el género masculino, en Los domingos son para dormir, tampoco escapa de los melodramas sintéticos de toda mercancía.

“…quiero decirle cuánto lo comprendo pero no digo nada: no hay que decir ese tipo de cosas porque los hombres se las creen y después piensan que estamos enamorados de ellos…” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

Contemple, estimado Sucesor, cómo el trance incómodo entre una expectativa real y una expectativa deseada –y en tanto expectativa proyectada, estimado Sucesor, si la publicidad tuviera su Historia, debería llamársela Histeria– funciona también como el mapa de una lógica fémina de la educación sentimental. Sólo es en ese mapa intercalado con las fantasías de Mercado, estimado Sucesor, donde incluso se insertan también ciertas versiones veladas del horizonte pop. Como el kitsch:

“… como si en lo más profundo de su alma pudiese adivinar que un príncipe azul, más bello y bravío que el mar, la rescatará de aquella miserable vida…” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

“… no hay mayor confianza, no existe mayor amparo que el que te brinda tu peluquero de toda la vida…” (Las cosas que brillan a mi alrededor)

V. La condición palurda

Tratar la oposición cultural entre el campo y la ciudad, estimado Sucesor, implica la tarea honesta de esquivar referencias agotadas. Las injertan en sus reseñas de publicación gratuita cualquier pelele. Establezcamos, estimado Sucesor, que en los cuentos de Los domingos son para dormir, la gran mayoría de los personajes, sencillamente, migran. Insistir en ese tópico –el de la condición palurda, estimado Sucesor–, a meses del Bicentenario, habla más de cierta pobreza sociológica que de las posibilidades de alguna nueva lectura crítica. Las migraciones espaciales ocurren. Y Dios, estimado Sucesor, ha atendido siempre en la metrópoli. Y nunca en la periferia. Suficiente. Me interesa en cambio, estimado Sucesor, una dinámica distinta entre el aquí y el allá. La de su mutuo colonialismo.

“… al irnos, el hombre dice que parecemos de Buenos Aires, algo que las chicas desmienten con enormes sinceras (¿sinceras?) sonrisas; entendemos lo que él quiso sugerir: maleducadas, soberbias, vanidosas…” (Fuera de temporada)

En términos más abigarrados: me interesaría avanzar sobre los mecanismos de apariencia por los cuales ciertos personajes, de Los domingos son para dormir, se infiltran. Para establecer corredores privados –íntimos y a veces secretos, estimado Sucesor– de migración permanente.

“… acá el cielo es tan estrecho, si supieras lo que sufro; nunca pensé que iba a ser así, no disfrutar de los edificios altos, torres imponentes y siempre un bar o un cine y gente, la ciudad en la que siempre quise vivir ahora no me basta…” (Tu vida sin mí)

El éxito y el fracaso pueden codificarse como una capacidad de supervivencia simbólica. Basada en el camaleonismo. Una capacidad, por lo general, atravesada por el vaivén en clave romántica entre lo real y lo posible:

“… por qué los novios porteños se quedan en Buenos Aires, por qué nací en esta miserable ciudad del interior…” (Fuera de temporada)

A propósito, estimado Sucesor, y a penas a título de divertimento: no se pierda esta acabada descripción del ser palurdo. Cincelada con la fuerza de los golpes del que ha decidido instalarse en el mejor de los mundos posibles:

“… niños que gritan, corren y dan pelotazos en la cara, asados a los que nadie nos invitará, los pocos chicos lindos e inteligentes tendrán novias y serán fieles, habrá familias que gusten de la cumbia, el fútbol y la sana alegría de la radio AM a las siete de la mañana…” (Fuera de temporada)

Ni omita, en el caso de decidirse a rastrear los signos dispersos de la periferia rural, esta copla de ecos martinfierristas:

“… la justicia es un caracol que se resguarda en sí mismo pero de vez en cuando deja marcas en el piso, yo sigo esas huellas, el resto sigue solo…” (Roommates)

Sin embargo es lo virtual, estimado Sucesor, es decir, aquello que sucede sin suceder, el dispositivo de lectura clave para volver más productiva la oposición campo/ciudad en Los domingos son para dormir. La chica del interior que aparenta ser una chica de ciudad, estimado Sucesor, es el elemento virtuoso por excelencia.

“… sus parámetros de chica de pueblo son muy distintos a los míos, pienso. Con esfuerzo, pronto vas a poder incorporar los criterios propios del buen gusto…” (Roommates)

VI. Diferencia y repetición

Permítame introducir una pequeña variación de la oposición entre el centro y la periferia. Permítame plantearla, sin abandonar el teorema personal de las apariencias, en términos aún más ontológicos. Entre el qué y el quién.

A los fines didácticos, estimado Sucesor, el qué será definido por ese objeto extraño y amorfo en la psiquis de toda conciencia femenina narrativa. Ese objeto de desprecio primario: las Otras Mujeres.

“… le cuesta estudiar, me da pena pero también pienso que debería dedicarse a otra cosa, vender cosméticos puerta a puerta, ser ama de casa, maestra, costurera, mantenida, no sé…” (Roommates)

Las Otras Mujeres giran alrededor de un qué que las define. Precisamente, estimado Sucesor, un qué definido gracias a una serie de repeticiones. Las campesinas, estimado Sucesor, son una colección irredenta de clichés. Rasgos repetidos que definen lo que son.

“… Marisa hace la plancha y una ola la tapa, saca la cabeza y escupe, se ríe y parece un monstruito, su cabeza es como el cuerpo de un pulpo…” (Fuera de temporada)

La voz fémina de la narradora, por oposición, define su distancia de las Otras Mujeres, en cambio, por rasgos de diferenciación.

“… las chicas dicen que estoy demasiado fashion para un lugar como éste y pienso en una larga argumentación para justificarme pero al final digo: Y qué...” (Fuera de temporada)

Una sucesión de modestas exquisiteces, estimado Sucesor, que establece la tensión –siempre aparente, pero satisfactoria– entre ella y las demás.
“… me canso un poco, las chicas me miran nadar hacia ellas creo que con admiración…” (Fuera de temporada)
Leer Los domingos son para dormir como un esquema trasparente y pedagógico de la mente femenina sería, estimado Sucesor, en principio, una lectura superficial. En su constante proceso de diferenciación, la voz fémina que recorre todos los cuentos no se define nunca por lo que es. Sino por a quién pertenece. Y por sus mecanismos desesperados para intentar escapar de la medianía ligeramente agobiante de los qué que la rodean.

“… todo siempre sucede más allá de mí (me sirve de consuelo, sólo por un rato…” (Sucede más allá de mí)

Para leer Toronto no, de L. Livchits


Hacer y rehacer
Convoco la frase final de una película: “la vida es un estado mental”. Ahora sugiero una añadidura indiscutible: “la literatura, también”. Se impone, entonces, un principio: la literatura es una forma de vida. Por último, una obviedad: toda vida – y quiero decir también que toda literatura - se rige bajo un cierto impulso vital. Y tal impulso debe restringirse – eso sí – al buen uso y desempeño de sus elementos (o de sus herramientas) específicas. En última instancia: el impulso vital debe regirse por un afán innovador. Lo cual no demanda ni significa – ni mucho menos – que escribir deba ser la romántica tarea de dar por acabado todo lo que había atrás y refundar, cada vez, la literatura. Esa es una empresa absurda o que le correspondería a un genio.

La vitalidad es el acto, Mavrakis. El acto de hacer. El impulso vital de toda literatura consta de ese momento: el de la confianza en que corresponde ejecutar el acto literario desde el momento en que se confía en que hay algo que merece ser dicho porque otros, más atrás o más adelante, jamás podrán decirlo de ése modo particular. Que no es otro modo que el propio.

En tal caso, el acto de no omite los rigores de la temporalidad. Al contrario: los capitaliza como factoría de uso propio. Y a su manera, Mavrakis, al convertirlos en usina de su propia obra, los rehace. Hacer y rehacer podría ser el título saludable de cualquier Historia de una buena Literatura. Y, si no, el subtítulo – lenitivo – de Toronto no, de Leonel Livchits. Pluma que apuesta descaradamente a insuflar un tono y una vitalidad propios a las palabras. A las suyas y a las ajenas; es decir, a las pasadas y presentes.

El lenguaje en cuestión
De qué otro modo leer “Der Spinner” sino como reconfiguración de aquellas fábulas de crítica moralista típicamente inglesa. Bajo qué otro microscopio – para avanzar un poco más en el libro - detenerse a examinar “Malentendido”, que irrumpe como un apólogo contaminado – laboriosamente contaminado - de inconducencia. Entonces se perfila una estética. Sin ir más lejos, “Palabras cruzadas” es el acto de discutir – “poner en discusión”, como diría cualquier docente pobre – al lenguaje y sus significados a través de un credo quia absurdum fundado entre la epistemología, el azar y la literatura. Dislates lúcidamente colocados en roce. Hasta llegar a una instancia de omnicomprensión terrorífica del lenguaje en “Siga atentamente”:

12. Ingrese el número total de dedos (humanos y animales) vivos o muertos presentes en la habitación en la que se encuentra. En caso de realizar esta operación en un espacio abierto con el sistema de batería, podrá indicar el número aproximado de dedos. Si el valor que ingresa tiene un error mayor al 5% el proceso de inicialización se cancelará automáticamente.

Grafico aquello del pasado como usina a disposición del usuario voluntarioso, Mavrakis. Exhibiciones literarias de una toma de posición literaria. Prácticamente manifiestos. En “Fuerzas colectivas equilibradas”, sin ir más lejos, se conjura aquel gíglico cortazariano:


Le levanté la fatiga cultural y puse su condecoración al desorden civil. Su pelotón era un rompehielos, pero no tan espectral como yo creía tras las descripciones del Sargento Primero…


Y sin embargo, la autoconciencia literaria se asume como descargo. Como una provocación preventiva, en “Toronto no”:

¡Al lector nunca hay que dejarlo afuera! Cuando el lector se queda afuera, el autor se queda adentro, solo, no lo visita nadie y entonces se aburre como un tonto o empieza a fabular ideas raras que no tiene con quién compartir.

¿Quién conoce Toronto? Toronto es una página en blanco, un hueco virgen y vacío de donde sólo puede nacer la nada.

No se deje nunca engañar por palabras que contradicen a los actos, Mavrakis. Y no lo considere – no sea torpe – una hipocresía presentable de café literario. Adopte estos episodios como la manufactura de una poética propia. De, si quiere, una toma de posición. La página en blanco es la partera de la literatura. Y la literatura es un uso del lenguaje. Y el lenguaje una materialidad. En síntesis, la materia – y la Naturaleza – deplora el vacío de la nada: sólo se escribe para llenar el vacío. Sólo se escribe para fundar Toronto.

Reverenciar, parodiar, anhelar
¿De qué vacío se trata, Mavrakis?
Dígame “del vacío de las vanguardias” y le preguntaré yo a usted: ¿se trata de reverenciar a las vanguardias? ¿Parodiarlas? ¿Anhelarlas?

Léase en “Sobre el gusto literario”:
Una poética literaria:

Por eso digo que no hay libros sino el recuerdo de haberlos leído o escuchado.
La literatura es como una red de cuerpos con recuerdos en común filtrados por la experiencia.

Una poética crítica:

Cuando se critica un libro no se juzga entonces la forma, el estilo, el tema ni los procedimientos sino que se delimita un grupo de personas a las que se desprecia por recordar, comentar, intercambiar y fomentar la producción de desperdicios, de la misma forma en que un ecologista se opone al entierro de deshechos nucleares o un cartonero a la proliferación del plástico.

2 poéticas que son el basamento de su construcción: los cimientos autoinstalados sobre los que se ubica Toronto no: una obra que aduce la conciencia de su propia condición de existencia. En esa autosuficiencia se torna legible el carácter de manifiesto. Afirma y propaganda su propia lógica. Reescribe – pero nunca refunda – la literatura.

Una parodia: “Bucay y Osho” como teatro del absurdo aplicado a cierta disputa trascendental en el mercado por el best-seller. Y tenga en cuenta, Mavrakis, que la estética del teatro del absurdo, en su momento una forma de vanguardia, hoy es moneda corriente de cualquier publicista recibido hasta en la UADE.

Otra parodia: “El origen del mundo”. La mejor de todas – por la parodia bíblica, por la alusión directa a la parodia anterior, por su exposición cínica de la materialidad de la palabra y de un prosaico materialismo -:

Ni cielos, ni neutrinos ni bananas: en el principio fueron los muebles. Dios creó a la mesa, le sacó una pata y creó a la silla para que le hiciera compañía. Como nadie se sentaba a la silla, creó a las plantas, pero éstas, perezosas, prefirieron la tierra. Decepcionado, Dios creó a los animales, pero estos saltaban de un lado al otro (canguros), aplastaban las sillas (hipopótamos) o no llegaban a la altura de la mesa (hormigas). Entonces fue cuando se le ocurrió crear a los seres humanos y comprobó que estos sí podían sentarse sobre una silla (“son perfectos, están hechos a mi imagen y semejanza”, gritó). Sólo le quedaba crear al resto de las cosas, para que éstas crecieran, se multiplicaran y reprodujeran entre sí.


¿Usted qué lee, Mavrakis? Contésteme que lee acerca de las creaciones de un demiurgo confundido en la prueba de ensayo-error y entonces sí, mi estimado y querido, usted habrá leído exactamente la profunda verdad del manifiesto subrepticio de una estética. La de Toronto no, de Leonel Livchits.

lunes, mayo 25

Para leer "Semana", de S. Martínez Daniell

Cuestiones de estado
Habría que ver – pero el análisis de las voluntades requiere un diván y no un blog – hasta qué punto S. M. Daniell entiende que la literatura consiste en dominar todos los elementos materiales de la palabra (la sonoridad, la sintaxis, el vocabulario, el ritmo de la prosa, todo ese lenguaje poético elaborado hasta no dejar ningún intersticio vacío) antes que una labor inevitablemente ligada a esa otra ficción que se llama realidad, contorno político, quehacer histórico y hasta deber cívico o intelectual.

Opto (con impune arbitrariedad) por llamarle literatura a todo lo primero y ensayo a todo lo demás. Con todavía mayor arbitrariedad, Mavrakis, coloco para lo uno y lo otro el imperativo ficcional. Entonces la literatura y el ensayo son ficción: lo que se escribe ante una carencia que, a lo sumo, para ser revelada, requiere de la inclinación rigurosa de un diván. Así que no interesa.

Pero sí interesa en Semana – suerte de Ulises donde las 24 horas se multiplican por 7 – la cuestión del tejido (que no más bien de manera “tensa” sino “complementaria”) que disponen durante tantas páginas literatura y ensayo.
Éste era un criterio de lo más ordinario en el tipo de configuración cosmológica que había edificado mi ex esposa. La estructura de este aparato ideológico era bastante sencilla. En la parte superior y céntrica del cuadro se ubicaba Tosca, iluminada por un halo que, sin dudas, respondía a algún tipo de bendición divina.
Nótense en este fragmento tres cuestiones primarias que dan cuenta de una concepción del estado de la novela: la rigurosidad formal de la palabra – la concisión de cada oración -; el andamiaje ensayístico como sostén – “la estructura de este aparato ideológico”, etc. – y, por entre sus poros, la literatura: el perfil de una vida narrada en primera persona.

Este esquema (crítico y arbitrario: es decir, autosustentable) permite leer lo siguiente ya no en clave de bildungsroman – aunque además lo sea – sino en clave de poética misma de la novela Semana:
Mi tarea era de lo más simple. Yo debía concertar una entrevista y ganarme algún tipo de puesto dentro de la empresa. Ya se sabe, encontrar mi lugar en la estructura. Adaptarme a su complejidad.

Si antes la literatura (esa primera persona, ese personaje) se enunciaba por entre los poros del andamiaje ensayístico (configuraciones, cosmologías, aparatos ideológicos, criterios) a partir de aquí – la página 13 de la novela – lo uno y lo otro se entrecruzan. Porque se accede, digamos, a una semana donde la ficción disquisitiva y la ficción narrativa (por no volver a repetir el ensayo y la literatura) se complementan. El grado más evidente de este complemento se verifica entre los mismos personajes: el protagonista Esteban Tellier y su amigo El Mierda. La sucesión narrativa (literaria) de uno más los vericuetos teóricos y figurados (ensayísticos) del otro:

- ¿Qué te pareció? El autor me va a preguntar qué te pareció. Y le voy a tener que decir algo.
- Es de espías. En primera persona. Es paranoide y vulgar.
Parece escrito por un empleado del Estado. Y pone excesivo énfasis en la dimensión sexual del relato, como casi cualquier obra escrito en los últimos años. Ya se sabe: el Estado y el sexo con los dos conceptos más sobredimensionados del último siglo. Pero, de todos modos, no es muy malo. De más está decir que tampoco es bueno
.

De la saturación por las formas
Por supuesto, narración y ensayo pueden, por momentos, potenciarse de tal modo que haga estallar por exceso de lo florido al colmo de la literatura como objeto escrito. Una saturación puesta en evidencia – una vez más – por contraste con el alrededor:
Si El Mierda era el cancerbero helénico que custodiaba el periplo a través del Hado, Glauco era el alegre ángel hebreo que tocaba la fanfarria anunciando el Apocalipsis y también la Salvación.
Yo acuso
Los subtes son las zapatillas aeróbicas del ejecutivo moderno y en ascenso.

1. b2-b3 e7-e5
- Hola – me dice.
- Hola. (Sí, ya sé. Debí haber dicho algo más. O no decir nada. Todo habría sido
diferente).

Su modo de conducir el Renault 12 era lento y exasperado. Si hubiésemos chocado, el principal damnificado hubiese sido el concepto de colisión.
Elijo tres citas, por tres cuestiones significativas que hacen a la novela: la primera (cita y cuestión) es del orden de lo narrativo, porque alude a cierto status de la novela y – si se quiere, a su papel como algo más que un objeto - : S. M. Daniell no teme a la ingeniosa frase de salón, una sana tradición literaria que cualquier lector avispado puede agradecer y festejar. Sobre todo porque, por lo general, por entre los otros escritores jóvenes, estos festejos, a la hora de escribir, no abundan. Y si, en todo caso, aparecen frases semejantes, siempre son erradas y cargadas de una pesadumbre anacrónica, viciada de todas esas lerdas concepciones literarias de las izquierdas coprolíticas.
La segunda (cita y cuestión) aborda únicamente una parte más sutil de la novela pero, tal vez por eso, más valiosa. No importa el contexto de esa cita: se trata de un diálogo – con intenciones amorosas – entre un hombre recién separado y otra mujer a la que desea. Sin histerias ni romanticismos, Semana tiene el buen tino de saber que el amor no es gracia y ternura, ni histeria y contratiempo, sino frío y refinado ajedrez. He allí una operación de inteligencia - además de otro contraste con otras plumas - novelizada hasta en el sentido etimológico de la palabra. La tercera (cita y cuestión) vuelve a la primera: el humor ya no como frase de salón sino como gag.

La voz
En su conjunto (las tres citas y las tres cuestiones) son vitales porque apuestan, en manos del autor, a la posibilidad de quedarse siempre con la última palabra. Es esta la demostración – ficcional – de una fe en que la novela tiene algo que decir: el sostenimiento de una voz en medio de tantos otros estilos colindantes - ¿para qué dar nombres? – que hacen un culto impolítico de la afonía.

Hete entonces aquí algo del orden de la reivindicación del intelectual. No se trata precisamente de la voz de un guía heroico: es, al menos, una voz. Ubicada de manera congruente a los tiempos que corren. Esta termina siendo la apuesta más presente de todo Semana:

Mi falta de sensualidad se suple con memoria. Para eso nos reencontramos, para recordar. Y, entonces, el conocido rito del sexo después de la separación se vuelve obligatorio e inminente. Después de todo, aún no lo habíamos cumplido. Y es bien sabido que las sociedades son implacables con quienes no pasan la iniciación.
Nótese la complementariedad de la literatura y el ensayo. Nótese, con más detalle, que esta apuesta presente – el presente verbal – se conjuga en un presente omnipresente en casi todas las acciones. Nótese el zigzagueo entre personaje (oración 1 y 2)-consigna (oración 3)-narración (oración 4)-definición (oración 5). Es que esta ficción – parece sostener S. M. Daniell, exactamente a la inversa de los curas – no sólo tiene algo que contar sino también algo que decir.
Un presente continuo donde la narración y el análisis – a veces con los peligros de caer en los solipsismos de un manual instructivo - perfilan ya no una poética sino también la imagen de un novelista – del deber, de la aptitud, de la idoneidad de un novelista entre el deseo y el artificio -.

Deseo y artificio
Nadie prefiere las verduras. La ingesta de verduras es siempre resultado de una ecuación intelectual, nunca de un deseo genuino.
Una teoría y una práctica de la literatura con ese esquema: el “deseo genuino” como permanente avance, del lado de la literatura, y la “ecuación intelectual” por parte del ensayo. La ficción como el gran todo que – bien suministrado - los impulsa.

Yo
Con una vida encaminada, con un rumbo fijo. Y ahora todo ha cambiado. Las más elementales certezas se desvanecieron, el universo parece haber ingresado en una fase centrípeta que todo lo concentra y todo lo destruye. Una fase devastadora de la que pocas cosas quedarán a salvo. Quizás una idea, un pensamiento, una comezón. O nada. Una conjura global que no dejará nada en pie. Eso es. Un inmenso polo antimateria que se abate sobre el cosmos. Justo aquí. Encima de este taxi. Junto al silencio.

Definitivamente en otro registro que en
la novela de R. Paula, hay odas al narcisismo en Semana. Es un tema recurrente en los cuentos de I. Molina. Calibrando ya una serie, puede sostenerse que ha habido una influencia generacional potente.

Voz y géneros
Es difícil determinar con certeza el orden de prioridades. Cualquier orden de prioridades. Lo importante siempre es algo que en verdad no le importa a nadie. Pero seamos cautos. Si nos guiáramos por los intereses de cada uno terminaríamos como hemos terminado, Por eso, es esencial ser muy cuidadosos a la hora de establecer prioridades. Analizar con sapiencia la coyuntura para diferenciar lo pueril de lo trascendente, lo superfluo de lo necesario.
La voz – en el sentido que la vamos perfilando - de la novela recae en una serie de definiciones recategorizables en distintos géneros. La cita anterior puede pertenecer a la página 102 de la novela Semana. Pero también puede ser una página cualquiera de un
libro de autoayuda.

Se repite la cuestión en página 180:

El problema de las parejas, el problema del amor es que está sometido a la lógica de la carrera armamentista…
En la página 181:

Mucha gente suele creer que la convivencia tiene que ver con lo que cada uno cede a favor del otro. Lo importantes no es lo que uno cede. Ceder es fácil. El problema aquí no es ceder, sino imponer. La convivencia no trata sobre lo que uno cede, sino sobre lo que uno le impone al otro. Eso sí que requiere empeño y paciencia y perseverancia.
Hay fluctuaciones del estilo y el discurso que acercan la novela a una sucesión de normativas que se disputan su pertenencia entre la ficción y la autoayuda. Únicamente en ese sentido, la voz normativa – otrora discurso de los intelectuales - subsiste con poder en el Mercado. Ya no más
Sartre para iluminar la existencia: sí mucho Bucay.

Semana arrebata ese capital y lo (re)inserta en la ficción. Allí su registro filosófico veritativo – ligado también al género ensayo – convive son la subjetividad y personajes de la narración del género literario. Trátase de la elaboración, en definitiva, de una nueva sintaxis para la novela. Un cosmos propio.

El policial
El último de los géneros en sumarse es el policial.

Ahrimán mira su reloj y se sienta. Me pregunta si tengo un vaso de agua. Le traigo un vaso de agua. Vuelve a mirar su reloj y anuncia que ya debería irse.
Pero, antes, quiere agradecer.
-Señor Tellier. Creo que es mi deber…
Y, entonces, sí. Sucede lo que debió haber sucedido hace unos cinco o diez minutos. Pero no en la forma en que imaginaba. Debí haberlo previsto. En última instancia, siempre sucede lo mismo. Suena el timbre.

El suspense insinúa la profundidad de un conflicto armado (nunca del todo aclarado) que deriva en una serie de diálogos y escenas
casi de film noir. El cosmos de la novela se expande. Y fluctúa:

Sin embargo, no es ése el problema central. Aquí lo que se debe dirimir es la importancia moral de nuestros actos. Al respecto, algunas escuelas tradicionales desestiman el estudio de las consecuencias y sostienen que la moral debería ocuparse sólo de las intenciones. En ese caso, el objeto de análisis sería mi voluntad en el momento de disparar contra Ormuz. ¿Cuál era mi intención?
El speech del policial: alarde de la técnica en la voz del detective o lamento por parte del incriminado se vuelven disquisición filosófica: por lo tanto ensayo (la voluntad de enriquecer la percepción de la realidad) + literatura (la voluntad de refundar la realidad) + autoayuda (la voluntad de una voz normativa) + policial (dispositivo consagrado final que todo lo reúne).

Un paseo por los géneros – un paseo de Mercado – como planetas puestos en órbita – a voluntad – en el cosmos único de la novela. De esta combinación no se obtiene una solución: se evade la resolución esperable. Un tiroteo final y una fuga inmediata disparan el sentido de la novela (volando) hacia nuevos espacios.

Para leer "76", de F. Bruzzone


Reciclado de memorias
A la lectura de 76 le corresponde una traspolación meritoria. La del temario setentista. Nicho cultural al que la mera publicación de la pieza de Editorial Tamarisco, estimado profesor, salva de las miserabilidades múltiples del utilitarismo político contemporáneo. Para ubicarlo en la instancia más piadosamente favorable –y a la luz del derrumbe de la memoria como objeto de propaganda oficial, más duradera– de la literatura.

Conste, estimado profesor, que el temario de 76 es el temario del fracaso de la instauración, en Argentina, de lo que el camarada Vladimir Lenin llamó una dictadura del proletariado. Fantasía incauta que quiso basarse en “condiciones históricas objetivas”. En un “contexto de contradicciones políticas”. Y hasta en un principio de “esclarecimiento de las conciencias”.

Intrínsecamente tanguero, estimado profesor, el chasco de la decepción político-militar de los terroristas revolucionarios nutrió a lo peor y a lo mejor de la literatura de los setenta, de los ochenta y de los noventa. Literatura que, por supuesto, se escribió para amenizar el padecimiento de los cuerpos de las facciones aniquiladas. Y sobre todo, estimado profesor, el padecimiento de las conciencias fracasadas de los sobrevivientes. Todo aquello escrito siempre, estimado profesor, ya muy lejos de las preocupaciones de las conciencias proletarias. Conciencias que prefieren amenizarse, estimado profesor, lejos de la lucha de clases, con los programas del positivista Marcelo Tinelli.

76 no reincide en la narrativa demasiado explotada del martirologio de los protagonistas del fracaso. Ni en la vivificación agotadora del desengaño de quienes quisieron subvertir la estructura del Sistema a punta de armas largas. Tampoco en el sostenimiento moral de velas para muertos políticos que generacionalmente no corresponden. 76, estimado profesor, traspola el temario setentista a una veta inexplorada: la de los vástagos. Los H.I.J.O.S.

Carnet de víctima y nuevas genealogías
Una voz narrativa compleja. Porque al carnet de víctima involuntaria, estimado profesor, se le suma la sombra recurrente del reproche de un mandato familiar incumplido. La tensión omnívora entre el pasado y el presente que aflora cíclicamente ante cada conflicto.

No dije nada, lo prometo, lo juro por mi mamá, digo. No grités, dice Ramiro, y no jures por algo que no tenés.
En una casa en la playa

Lavo hasta que el agua fría me da ganas de hacer pis y voy al baño. Apurate, dice Ramiro desde afuera, cuanto más tardés menos revista, empiezo a contar: uno, dos, tres…
En una casa en la playa

Cuando le mencione el “carnet de víctima” y el “mandato familiar”, estimado profesor, habré de apelar a la construcción de una genealogía imaginaria. Entre desaparecidos e H.I.J.O.S. Genealogía que en 76, estimado profesor, se afirma bajo un circuito de experiencias necesariamente virtuales para llegar a ser compartidas. El sometimiento, la tortura y la resignación, en tal caso, son tres dispositivos periódicos.
Cuando mi abuela me contó lo de mamá, que ella y la mamá de Ramiro eran tan amigas, que averiguar lo que les pasó es muy difícil pero que hay que hacerlo, que hay tiempo, que tengo toda la vida para eso, yo me puse así, nervioso, porque toda la vida puede ser algo muy largo.
En una casa en la playa
Si la memoria de quienes quisieron implantar una dictadura proletaria y fallaron se construye con retazos en primera persona de supervivencias y defunciones –como puede constatarse en piezas clásicas como el utilitario Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso, o el más estilístico Glosa de Juan José Saer–, la memoria de sus vástagos sólo puede construirse bajo el imaginario de objetos vacíos y narraciones tercerizadas. Ocurre que el imaginario progenitor, estimado profesor, todo lo invade y lo coloniza. Hasta refundar una genealogía para-política y para-estatal.
Seguimos caminando y al poco tiempo llegamos al centro comercial donde compré la revista. Mi abuela para a mirar artesanías frente a una vidriera. No paremos acá, má, sigamos, seguro que en el Centro encontramos cosas mucho más lindas, digo.
En una casa en la playa

El imaginario progenitor, estimado profesor, no sólo convierte a abuelas en madres. También instala huellas de fascinación sobre el goce sexual. Haciendo que lo ausente erice inesperadamente la memoria. Para refundar la genealogía, incluso, del Edipo.

La tapa se borró casi toda. De la morocha quedan sólo los ojos, el pelo y parte de una teta. El pelo ya no está revuelto sino que parece lavado y lacio, como el de mamá en las fotos que hay en casa.
En una casa en la playa
Vitalismo no institucionalizable
Otra instancia actualizadora de 76, estimado profesor, es la que motoriza la relación dinámica entre memoria y mercado.
Por esa época escuché algo de las indemnizaciones que iba a dar el gobierno. Cuando recibí los bonos que me dieron los vendí y, sin saber qué hacer, me dediqué a salir con los dos o tres amigos que conservaba de la secundaria.
Fumar abajo del agua

Pero lo que interesa a 76 no es la puesta en escena de una relación política entre el mercado y la memoria –algo que podríamos llamar, a la luz del aparato de propaganda oficial, su última “actualización histórica”–, sino la interacción entre la memoria y los objetos mediados a través de un intercambio. El camión del Ejército modelo Unimog, estimado profesor, no sólo es aquel objeto adquirido como mercancía a través del dinero que el Estado dosifica en retribución a los daños ocasionados. El Unimog es un objeto puente entre el presente y el pasado. Un objeto casi proustiano de la memoria.

Después, él intentó explicar que su padre había un Unimog y que el Unimog que él había comprado era, en cierto sentido, el que había manejado su padre.
Unimog

Por supuesto, estimado profesor, esa literal vehiculización entre presente y pasado rebosa de inconducencia. Le diría, casi, que 76 evade puntillosamente las fantasías de una reparación histórica desde la demencia de la recreación. La conversión imaginaria de los idearios dominados del pasado en un móvil ideológico rectilíneo uniforme a través del tiempo, estimado profesor, sólo desemboca en fantasías renovadas de ineficacia y terror. Cuando el pasado setentista deja de ser memoria y se convierte en acto –operación que bien leída es también una parodia grotesca de cierto irredentismo marxista todavía existente–, cuando el pasado busca reactualizarse en el presente, estimado profesor, el producto es clásicamente siniestro. Como el país inundado, adverso, tiranizado, trastocado pero siempre reconocible –por eso grosera e irreparablemente siniestro– de 2073:

A veces me pregunto si esto de ser siempre jóvenes, si la promesa de que nadie va a morir –si la causa no es violenta– hasta que pasen las lluvias, hasta que todo vuelva a ser como antes, no se va a convertir en lo que la esperanza de un futuro sin desigualdades era para gente como papá.
2073

El ritornello de una memoria escrita por los ausentes, estimado profesor, es una reparación y una meta a la vez. La interrogante, en todo caso, pertenece al impulso vital que exige el futuro. 76 es entonces, estimado profesor, a pesar de las apariencias, casi una literatura vitalista. Ansia de vitalismo que puede centrarse en una pregunta que recorre todas sus páginas: ¿cómo llenar el vacío de la memoria para continuar?

Después de colgar yo había leído muchas veces la dirección, anotada en un papel, y había empezado a sentir frío, a temblar, a frotarme los brazos, el cuerpo, y en poco tiempo ya me había olvidado de todo.
El orden de todas las cosas

¿Mediante qué procedimientos, mediante qué articulaciones, mediante qué caminos, estimado profesor, pueden los vástagos reconstruir una memoria que sea a la vez completa sin dejar de ser liberadora? ¿Mediante qué procedimientos, articulaciones y caminos no debe hacerse? ¿Cuál ha de ser en síntesis, profesor, el devenir de la memoria? ¿Cómo deben territorializar los vástagos la memoria manipulada o manipulable, la memoria productiva o también inconducente, la memoria positiva o negativa, estimado profesor, de quienes optaron por la posibilidad militante de ya-no-estar?

Tópico central para las organizaciones civiles que orbitan alrededor de ese lapso de la historia argentina, para 76, estimado profesor, en principio, el posicionamiento nunca será a través de la mercantilización fiduciaria de la memoria. Nunca a través de su institucionalización.

Otra vez solo, Mota abrió el capot y volvió a cerrarlo. Nada. O sí: empezó a atacar el camión con un martillo. Después siguió con una maza: golpeó el motor, la carrocería, arrojó una por una todas las herramientas contra el Unimog y empezó a gritar:
-¿No tenés nada para decir?
Unimog

domingo, mayo 24

Para leer “La Virgen del Cerro”, de J. Terranova


Abandona el excesivo deseo de conocer; en él se
encuentra mucha distracción. Tomás de Kempis.



El kitsch
Conste que para nosotros los armenios, Mavrakis, la religión no es un tema menor. Y que, por otro lado, también sabemos que en la vida diaria, en la vida actual, en el día-a-día cotidiano, no hay tema más pequeño que ése. Pequeño, comprenderá, significa desestimado. Y en términos prácticos, lo desestimado es lo inútil. En términos estéticos –porque usted, Mavrakis, me pide éste bisturí y no aquel otro-, lo pequeño, lo desestimado y lo inútil se encierra en una sola categoría: la de las formas agotadas: el kitsch. La religiosidad, la religiosidad profunda y convencida, en especial esa religiosidad profunda y convencida de los brutos (“Un hombre de unos treinta años se presenta se presenta como Carlos y quiere saber si María Livia conoce la obra de la vidente austríaca María Simma: Ella dice que los chicos abortados van a un Limbo donde con ayuda de los ángeles deciden si aceptan o no a Dios. ¿Existe ese lugar? ¿Qué pasa con los chicos abortados?”), la religiosidad profunda y convencida de los dolientes y de los necesitados, Mavrakis, es kitsch.

Y la religiosidad y lo kitsch se conocen: moléstese en mirar las estampitas religiosas. Las que reparten los fuliginosos en los subtes y las que cuelgan en las heladeras vacilantes de otros fuliginosos más. Las que llevan las viejas en los monederos. ¿Hay algo más kitsch que esas estampitas? Y usted, que en realidad es el típico ateo de formación jesuita, me dirá que las estampitas no son objetos estéticos para ser juzgados. Que son, apenas, íconos. Y yo le diré: por supuesto que sí. Íconos repetidos hasta el hartazgo, fetichizados y convertidos en el kitsch más lípido. Tal vez, por eso mismo, el menos analizado. Fíjese en las estatuas de las vírgenes: los colores rosados intensos, los ojos siempre mal pintados, siempre inverosímilmente celestes. En sus propios términos, a un paso de la semejanza con ese otro ícono al borde del abismo kitsch: el Che Guevara.

Entonces, ¿existe algo más kitsch que la religiosidad? Por supuesto: los libros que la refutan. Los que avanzan con enredos de incrédulo de cafetín sobre las intenciones profundas del Vaticano. O los que, con la ingenuidad materialista de un periodismo a lo Louis Lane, denuncian el lucro detrás de las cruces y las sotanas. Esa es la primera sagacidad de La Virgen del Cerro: que, en lo que respecta a las aproximaciones kitsch a un tema kitsch, no debe preocuparse por esquivar a sus contendientes directos. Los sobrevuela, en cambio, desde la altura de quien se despreocupa. Opta por despegarse, entonces, de la sorna progresista tanto como del ímpetu implacable de cierto periodismo parapolicial. No se trata, en definitiva, ni de salir a la búsqueda de las trampas de la fe y de las apariciones, ni de averiguar hasta la delación de qué vive ni cómo se financia la vida de la señora María Livia, la persona enlazada con la Virgen salteña. Búsquedas y averiguaciones que, en términos editoriales, rozarían lo previsible. Y en estéticos, lo ya-hecho-y-agotado: lo kitsch. (“Se ven lecturas sacras pero también los libros de Paulo Coelho y novelas históricas”).

Por razones de estilo y competencia, la primera astucia consta de constituir una paleta descriptiva “del milagro de la fe” desde un alejamiento enérgico de cualquier clase de kitsch literario. Para luego, eso sí, abordar un fenómeno de kitsch social. Un cauce interesante. Por eso le ahorro, Mavrakis, todo tipo de crítica por la negativa. La literatura no debe analizarse desde aquello que le falta; más bien por aquello que positivamente tiene. Por lo que está escrito. Y cómo. Olvídese de que aludamos al borramiento de la primera persona. A la posición elíptica del narrador. En todo caso, coloquemos el rótulo inicial desde aquello que sí está: una prosa estrictamente a ras de la realidad. Y que, en calidad de tal, la construye. (Y apelo, querido Mavrakis, a su honestidad intelectual: son los escritores quienes construyen la realidad de sus textos. Y quienes no se restringen a “reflejarla”. Un impedimento, por otro lado, reservado a las vanidosas limitaciones del periodismo).
Note usted, si no, cómo se construye una realidad –el procedimiento novelístico- desde un grado intencionadamente gradual de penetración –la sensibilidad novelística-. Le ofrezco a dicho fin dos citas: una del principio y otra del final:

“Cada tanto se escucha el sonido de los motores regulando y hay movimientos de taxis y autos particulares. Un tipo con gorra, pelo largo atado y tatuajes en los brazos pregunta por su ubicación. De un taxi, tres hombres descargan cajas de cartón con las viandas para el viaje y botellas de agua mineral envueltas en packs de seis o doce”.

“Cuando la charla termina, un hombre de unos treinta y cinco años camina hacia el escenario –donde María Livia recibe saludos de los fieles- y cae como si hubiera recibido la Oración de Intercesión. Los que están más próximos a la puerta empiezan a salir, pero mucha gente se acerca al escenario con cámaras digitales. María Livia les da la mano y les sonríe”.

Dos citas separadas entre sí por 113 páginas. Sin embargo, condensan a todos los personajes, la atmósfera, la tensión y la lógica estilística del libro. Porque la prosa a ras de la realidad, estimado Mavrakis, es una prosa pegada a la materialidad. Y es sólo desde la materialidad que se dispara “el milagro de la fe” representado en La Virgen del Cerro. Una fe de materialidad específica y efectiva. Sudorosa y activa en las caminatas concretas y en las caídas punzantes de los fieles, por ejemplo; pero también enunciada y declarada en todo momento, y en todo lugar, por sus bocas y conductas. La tarea del escritor consiste en penetrar esa materialidad de la fe tanto como los fieles penetran sus propias convicciones y experiencias alrededor de la fe. Del “packs de seis o doce” al “cae como si hubiera recibido la Oración de Intercesión” hay una pieza de esmerilada narración realista tan sugestiva para el narrador, Mavrakis, tan batallada como les resulta a los fieles mismos el penoso ascenso hasta el cerro en el que los aguarda la Virgen. En estrictos términos críticos, estimado Mavrakis, he allí la presencia del narrador, entremezclado entre sus personajes. He allí las representaciones convergentes de una misma escena, desde la escritura de uno y las experiencias de los otros. De ese enlace equitativo entre uno y otro agente textual es testigo privilegiado, en última instancia, el lector.

La figura útil del peregrino
Es el peregrino, Mavrakis, la mejor síntesis religiosa entre la fe y la materialidad. El peregrino, Mavrakis, es un sujeto que camina un cerro, suda a lo largo de un cerro, habla sobre un cerro y cae en un cerro por estricta fe. De allí el vínculo entre fe y escritura: la materialidad de ese tipo de fe sólo puede retratarse mediante el registro de una prosa a ras de la realidad. De la realidad de los pasos, el sudor, la charla y la caída en tierra. Registrar esa materialidad, por cuestiones de álgebra literaria y en síntesis, Mavrakis, es registrar fe. ¿Con la ayuda de qué? En principio, de la biblioteca: Robert Smith, Geoffrey Chaucer, Jacques Thuiller, Ernest Hemingway, Juan Bautista Alberdi no son sólo una constelación de epígrafes –de los que abundan, y nunca por razones ornamentales, como en El pornógrafo y El caníbal-. La sumatoria de citas en casi todos los rincones del libro podría identificarse con la sumatoria de citas de voces peregrinas en casi todos sus capítulos. Como si desde la literatura y desde la experiencia, la fe siempre fuera aquello de lo que resta una voz más, una cita más. Porque se la construye, a la fe, como un fenómeno rápidamente enmarcado dentro de lo inabarcable. Conste por último que las citas propias de una cultura elevada en La Virgen del Cerro -que la Literatura, Mavrakis- adquieren por su frialdad todos los matices de una función, le diría, de lo ilustre como catalizador subterráneo de un antagonismo histórico. Refiérome a aquella imposibilidad literaria –por profesional y encumbrada no menos positivista y jactanciosa-, de cagarse, desde el cientificismo o la parodia (o desde la esencia misma de su incapacidad para tratar con la obra de otros dioses) en los fenómenos religiosos y en la fe. ¿Acaso no condensa más sabiduría y humanidad la voz de un fulano cualquiera (“No nos vamos a hacer deporte o a pasear. Esto es algo mucho más importante. Esto es una peregrinación y nosotros somos peregrinos”) que la cita tajante de un autor flemático como Hemingway (“Creo en creer”)? En todo caso, le dejo la pregunta –que es retórica-, como para que usted enlace esa dinámica entre cultura de masas y cultura letrada omnipresente en toda la obra de Terranova. La huella más explícita: página 180, explicación erudita sobre el centón: concepto hermético (del lat. cento, -ōnis) para cualquier peregrino argentino promedio y, por eso mismo, escenificación capital de la inevitable fricción entre cultura de masas y cultura letrada. Tal vez un debate más sobrentendido, en este libro, que el histórico enfrentamiento entre los umbrales de la razón y los umbrales de la fe (“¿Qué quiere decir esto? –acota enseguida-. Esto quiere decir que no tenemos que pensar, tenemos que entregarnos en el Cerro, dar todo. Porque la Madre nos va a abrazar”).

No toleraré escuchar sobre el autor de La Virgen del Cerro que “su presencia pasa inadvertida, feliz y sabiamente inadvertida”
Imagínese que si yo fuera un tipo de escasos recursos, Mavrakis, pasaría a encolumnar categorías de análisis textuales tan aburridas como la Ley. Y si además de aburrido padeciera un perceptible complejo de inferioridad crítica, hasta podría arrastrarlo hacia determinados recintos de la argumentación. No es lo que se acostumbra en Punta del Este, ni padezco esas salvedades, usted lo sabe. Ni por error habré de proponer a la Ley como cada una de las relaciones existentes entre los diversos elementos que intervienen en un fenómeno, lo cual, en términos prácticos, equivaldría a decir la escritura de la Razón, para luego, como un niño de primero inferior, oponer eso a otro concepto de la Ley, también, como lealtad, fidelidad, amor, vale decir, velozmente, una escritura de la Fe. O imagíneme, por si acaso, para avanzar un poco más sobre una hipótesis de lectura tan comedida, entrelazando citas donde la Ley de la Razón (“Aunque al principio hay timidez, una vez roto el hielo, narrar en primera persona es como una droga para los peregrinos. El micrófono es su jeringa, su cetro de poder. La posibilidad de contar su experiencia termina por embriagarlos y no es para menos”) se enfrentara con la Ley de la Religión (“La esquela es breve y deja bien en claro que lo que sucede en el Cerro está “fuera de conducción pastoral” y que no tiene reconocimiento ni inserción en la actividad orgánica y oficial de la Iglesia Católica en Salta”) y éstas, a su vez, con las Leyes de la Fe (“Algunos peregrinos, sobre todo mujeres, quieren agarrar la mano de María Livia pero los servidores no lo permite”). Imagíneme, Mavrakis. Para alguien radicado en Punta del Este –y se lo digo mientras contemplo la Tienda Inglesa del otro lado de la Roosevelt-, plantear esa clase de líneas de trabajo me reduciría a un penado escolar. En cambio, opto por rastrillar aquello que hasta yo mismo he dicho que no estaba: al autor.

Apelo para esto a su buena voluntad: le solicito un acto de fe. Si el diablo estuvo en Salta (“El hombre tenía en las manos un rosario sin cortes y con cuentas negras. Cuando llegó su turno, María Livia no lo tocó, lo salteó y siguió. El hombre desapareció por su cuenta”), yo le aseguro que el autor está muy presente en el libro. Porque allí donde la Biblia se entremezcla con el calefón, habita una maniobra singular. Acontecimiento y contexto que encumbran una firma. ¿Que esta referencia acaba de dejarlo afuera? ¿Que no entiende de qué le estoy hablando? Y bien, Mavrakis, la fe no es fácil. No piense y créame: no hace falta que exista una primera persona del singular para atestiguar la presencia del autor. Recuerde lo que usted me pagó para que le escribiera más arriba: la realidad de los libros es una realidad creada sólo por sus autores. Que, como en el cine, exhiben y omiten cuadros por estricta voluntad, capricho y estilo. Yo voy a lo siguiente: cuando los cuadros, cuando los pasajes, cuando las citas y descripciones entre el polo de Biblia y el polo Calefón se funden juntos, aunque sea por un instante (y yo me remito, apenas, a nueve de ellos), allí emerge, sin dudas, la firma, la presencia inequívoca del autor. En términos concretos, de su humor. Sacro humor, si quiere. Que opera por esmeradas imágenes de contrastes y saturación: “La actitud en el Cerro de las Apariciones debe ser de mucho respeto y silencio, no se trata de un lugar de encuentro social, sino de un lugar santo en el que se ruega mantener un clima de oración y adoración constante. Se pide especialmente apagar los celulares, mantener una vestimenta adecuada y no mascar chicle”.

¿Percibe ya de qué le hablo cuando le digo que la Biblia oscila, por momentos, hacia el Calefón? Dios, el omnipotente, y esto se los hace saber a sus pajes sudamericanos, no se banca ni el chicle ni la telefonía móvil. Y usted me dirá: “pero es lo que se pide cuando se va a subir al Cerro”, y yo le diré: “pero en el contexto serio que rodea al acontecimiento milagroso, elegir escribir hasta eso es una forma de certificar de manera personal un aura ligeramente ridícula en toda la atmósfera”. Términos y condiciones de un acercamiento divino que casi podría ligarse a ciertos recursos de estilo de Los Simpsons y sus cartelitos en la puerta de la Iglesia.

De la naturaleza del recorte descriptivo, Mavrakis, le estoy hablando. Fíjese ahora aquí: “Pero… ¿Quién come carne de burro?” pregunta alguien. El que tiene el diario le responde que se exporta a países de Asia y Oriente. Y después detalla que mandaron más de mil burros a frigoríficos de Buenos Aires, Córdoba y Entre Ríos a un precio de entre trescientos y trescientos cincuenta pesos por animal. “Parece que de cada uno sacan hasta treinta y cinco kilos de carne”, agrega al final el del diario. Y un hombre de unos cincuenta años dice “Ahí falta mucha oración”. La conversación se da por terminada y los peregrinos se van a dormir”. Y bien, Mavrakis, ¿me va entendiendo? ¿Empieza usted a rastrear rasgos en común entre la “conversación escrita y el humor” de El pornógrafo, y los peregrinos de La Virgen del Cerro? Fíjese, además, aquí también. Perciba la gracia; perciba la Biblia y el Calefón: “No se echen, no se acuesten en la tierra. Van a sentir una somnolencia, es el descenso de la Virgen, su presencia. Pero guarden las formas, por favor”.

¿Capta ya la presencia de una serie de pasajes que, además de todo, remiten a un estilo específico? Por las dudas, Mavrakis, aquí le acerco otro caso más: “Lo suyo es un sermón con forma de arenga: “Éste es, no lo duden, por favor, uno de los fenómenos religiosos más importantes de los últimos años”. Y también: “El demonio está suelto en los medios de comunicación”. Permítase ya reconocerme la hipótesis de la presencia explícita del firmante y sonría: no se va a ir al Infierno por hacerlo. Mientras no te rías mascando chicle, amén.

Medios de comunicación (El caníbal) e Internet (El pornógrafo). ¿Le suenan? ¿Hay, Mavrakis, algún otro autor al cual remitirse? ¿Internet, le dije? Si, vea: “Después, pasa una mujer que dice que le pidió a Jesús una computadora para navegar en Internet y buscar información sobre sus santos preferidos”.

Conste que, si bien yo la coloco en serie, y con razón, bajo una línea definida de novelas anteriores, La Virgen del Cerro es, ante todo, una crónica. Y que las crónicas más conspicuas, desde 1959, se escriben bajo el precepto de borrar la presencia en primera persona del autor. Una metodología divina, Mavrakis, la de producir obras y después borrarse. El método apropiado para tratar temas religiosos, sin duda. Enorme metáfora de Dios. Posibilidad sutil de cargar la obra con presencias tangenciales pero identificables. “Usando un micrófono, una coordinadora habla veinticinco minutos ininterrumpidos sobre cómo descubrió el valor del silencio”. Sutilezas de presentismo igualitas que las de Dios, Mavrakis, puede tener un autor en su texto. “Os pido corazones abiertos y generosos, y así podáis comprender esta gracia tan especial que os regala Jesús vuestro Salvador. Amén, amén”. Una chica que está parada y tiene una cámara de fotos colgando del cuello dice en voz baja: ¿La Virgen viene de España que habla de vosotros?”

Aunque Dios también prefiere omitir los actos tangenciales, para acusar con nombre y apellido: “A lo largo de estas seis apariciones, los informes eclesiásticos afirman que María les mostró el Infierno y les advirtió sobre el peligro del comunismo ateo”. ¿Le cierra ahora, además, si le agregamos a todo este combo que La Virgen del Cerro es, también, una puesta en escena de la interminable pugna, desde los planos más populares hasta los más jerárquicos, por apropiarse de los sentidos y utilizaciones de la fe?

Como fuera, creo haberle explicado y ejemplificado bastante bien mi teoría del acontecimiento, el contexto y la firma. De ahí que ya no toleraré escuchar otra vez, Mavrakis, sobre el autor de La Virgen del Cerro, que “su presencia pasa inadvertida, feliz y sabiamente inadvertida”, ni mucho menos que “el yo intensificado, el trazo irónico. Pero no, ni un guiño”, porque eso, mi querido Mavrakis, significa creer que la Gran Muralla China no existe sencillamente porque jamás pudimos verla. Y ahora, si no le molesta, voy a cambiarme la Rigars y encender otro Cohiba. La Isla Gorriti me inspira.