viernes, diciembre 4

Para leer "Los amigos soviéticos", de J. Terranova


El psicoanálisis es como la revolución rusa,
nunca se sabe cuándo empezó a andar mal.
Gilles Deleuze



I. El mito, el relato, Internet, el montaje

El pasado es el libro estandarizado, la cuna física y cultural del Saber clásico –allí la figura de Marx–, la política es el devenir de su derrumbe –allí la Perestroika– anclada en la oralidad mutante del mito urbano, y el presente es el relato sin mediaciones en Internet.

El texto es un montaje de soportes. La palabra escrita, la oralidad y la palabra virtual. Esa, camarada, es la puesta en escena de su propia estetización. En caso de duda razonable, analice cómo el andamiaje de lo histórico cultural, el neo–mito urbano y la web se entremezclan:

El cadáver de Litvinenko fue enterrado en el cementerio de Highgate en dirección opuesta a la tumba de Marx. Se usó un ataúd de plomo para evitar que se filtraran las radiaciones que lo mataron. Según se dice, el guía del cementerio lo menciona en su recorrido y los turistas se sacan fotos y las suben a Internet.

Los amigos soviéticos es entonces, camarada, la continuidad de una apuesta estética anclada en los modos contemporáneos de propagación de la información.

Cuando estudiaba en la universidad, tenía un amigo que decía que el fotomontaje era el gran arte político soviético. Lenin en el palco y Trotsky como un fantasma lento que aparece y desaparece y después muere asesinado en México.

Llamemos el elemento soviético a aquello que, para horror de César Aira, el lector penetrante, sutil, debería apartar. Para colocar el libro dentro de las etéreas coordenadas espacio–temporales de la literatura argentina más contemporánea. Coordenadas, camarada, referidas a ciertas cuestiones de urgencia universal que Los amigos soviéticos explora más allá de la literatura.

Analizamos su expresión. Era todavía más arrogante que la del supuesto niño Hitler. Usaba una corbata con un nudo grande y miraba al fotógrafo levantando apenas la nariz.
–Seguramente murió en la guerra –dijo Volodia.
–O se exilió en los Estados Unidos y fundó un emporio minero.
Dejamos puesta la foto como protector de pantalla y nos fuimos.


Insisto en la idea del montaje por lo siguiente: el procedimiento es importante en tanto borra aquello que en los talleres literarios llamarían el argumento. Por eso el argumento es circunstancial hasta lo anecdótico (es un contrasentido de reseñista elemental hablar de lo anecdótico como argumento, sobre todo porque implica remitirse a una tradición poética muy distinta, en la que el proyecto narrativo se propone escapar “hacia adelante” del compartimento utilitario de la Razón) y es la naturaleza de esa carencia la que vuelve productivo al libro.

Quisiera ahora, camarada, argumentar una razón de entendibles aristas políticas. El espectro amplio de soportes –el libro y la página web y el VHS y el DVD y YouTube y el blog y el mail y la arcaica tevé– no opera como una suma de instrumentos que condensan esa noción torpe de que el libro trata “sobre las nuevas tecnologías”.

La multiplicidad de los soportes, en realidad, se corresponden mejor con lo que, a propósito de las nuevas tecnologías, puede pensarse entorno a la búsqueda de un sentido.

Sentido que, estimado camarada, no interesaría rastrear jamás. Porque entonces dejaría de ser lo indeterminado.

Caminé por Rivadavia. La cúpula del Congreso recortada contra el cielo oscuro me hizo acordar al Reichstag en ruinas.

Una clave de lectura política. En tanto materia de lo indeterminado, camarada, sabemos que los objetos –los objetos culturales, los soportes culturales, los objetos políticos– no pueden pertenecer nunca ni a la Historia –que quiere controlar un pasado–, ni al Progresismo –que quiere controlar un futuro–.

El juego entre soportes se da a partir de la premisa de una indefinición plantada en un presente continuo (pero productivo): el de lo que, a falta de un término mejor, habremos de plagiar en términos de experimentación, antes que ontología.

Los personajes y el narrador de la novela no son, sino que ocurren y se suman por su sola experiencia. Y en ese sentido, camarada, los personajes y el narrador se vuelven soporte de una novela que problematiza la cuestión de los nuevos soportes narrativos (no importa, camarada, todavía, alrededor de qué).

El operador lógico –finalicemos el plagio– es entonces el “Y” de la sumatoria de soportes, antes que el “ES” de la narración.

Cuando el Ji Chang cerró, caminamos hasta el bar de Santiago del Estero para tomar un último trago. Apenas nos sentamos en las sillas de madera que crujían como huesos, Volodia quiso saber por qué me interesaba tanto la Unión Soviética. Le respondí que era el experimento político que mejor mostraba el increíble poder de la Razón pero también marcaba sus límites.

Los amigos soviéticos estetiza su análisis de la narración y de los nuevos soportes usufructuando la lógica de las nuevas tecnologías. Acción que consiste, camarada, en la multiplicación de las conexiones –el supermercado, la calle, la silla, la madera, el hueso… etcétera, al punto que la serie juega a tender al infinito– antes que de los juicios.

Lo invito entonces, camarada, a leer la novela en clave de multiplicación de experiencias antes que ontologías.


II. Lo real distanciado. Política. Híbridos culturales

Lo invito ahora, camarada, a contemplar lo real –lo real político– como un campo de mediaciones. A dar por entendido, camarada, que la política –la política partidaria: quiero decir ahora: la política que toma parte– ocurre a través de una gama de mediaciones.

En ese sentido, la anécdota recobra sentidos distintos. Recuerde, camarada, que la noción bienpensante de compromiso político no es necesariamente la que apela a una épica burda de populismo delirado.

La primera mediación con lo real se da a través de la mira telescópica de un rifle de aire comprimido. Es decir, camarada –y retenga esta palabra– un rifle que dista de lo real.

Recargaba y tiraba. Recargaba y tiraba. Cuando los de las cacerolas se dieron cuenta de lo que pasaba, dijeron que iban a llamar a la policía, nos gritaron “asesinos”, “acá hay pibes, hijo de puta” y “bajá, si sos hombre”.

Sobre la distancia opera una altura. Y esto es literal.

Estábamos en la terraza de su casa. Hacía mucho calor. Él me había preguntado cómo era Argentina y quiénes eran los gauchos. Le expliqué lo mejor que pude.

Propongo a la altura como elemento clave en la lectura política. Altura que se articula como elemento productivo en la medida en que la altura establece una distancia: lo real distanciado.

La anécdota es, camarada, precisamente, lo real distanciado. Pero también puede serlo la política en tanto distanciamiento con lo real indiferenciado.

Tómese el trabajado de entender por real indiferenciado, camarada, a esa suma de hechos sugeridos, desdibujados, incompletos, que narran –a través de las observaciones del narrador y de Volodia en las alturas– el conflicto entre el gobierno y el campo, y el conflicto entre el vitalismo de la resistencia y los mitemas anquilosados del peronismo.

Una vez me pidió ayuda y llevamos la video y la televisión a la terraza y vimos la película al aire libre. Cuando terminó, me hizo una pregunta.
–Perón, ¿era como Stalin?
–No, no creo –le respondí.
–¿Y cómo era?
–No sé, era otra cosa. Hacía feliz a la gente.
(…)
–Viva Perón, entonces –dijo Volodia levantando la lata de cerveza.


Otra de las categorías productivas de la distancia es la construcción periodística de lo real. Mantenido en claro, camarada, que el periodístico, como una versión denigrante de lo enciclopédico –Internet siempre se propone como el espacio de un nuevo Saber casi ficticio, pero siempre extenuado hasta lo enciclopédico–, es el discurso, por excelencia, de la construcción fallida de lo real. Un soporte vacío porque se funda sobre la carencia permanente –he allí su naturaleza política– del sentido.

Alguien había dejado el Corriere della Sera en una de las mesas de fórmica amarilla. A las nueve y media, ya sabía de un italiano que se había hecho pasar por ciego durante cuarenta años, de un grupo de adolescentes que pescaban monedas de la Fontana de Trevi con un imán, y de un ciberartista que se había implantado una oreja en la parte interna de su brazo izquierdo.

La maquinaria capitalista de mitemas contemporáneos es esa enorme ola sobre la que surfea la información intrascendente: la prensa. Que a los fines del relato como teoría –a los fines de la lógica productiva del relato como teoría–, sólo puede volverse productiva, camarada, cuando vislumbra lo inexplorado: la ex Unión Soviética.

La apertura de la sociedad rusa al capitalismo había generado, según Volodia, un recambio completo de mitos urbanos.

Prepárese, camarada, para aterrizar en una de las cumbres críticas de este opus. Porque siguiendo este argumento, Buenos Aires es, camarada, la vedette simbólica por antonomasia. La tierra yerta para la experiencia dilecta de un capitalismo periférico y a medio desarrollar, en contacto con un horizonte cultural y político que, como el de la ex Unión Soviética, persiste arrasado por su propia experiencia histórica.

Como motor de esa experiencia, el conflicto entre gobierno y campo no puede regirse dentro de otro parámetro que no sea la distancia.

Cuando los chacareros argentinos cortaron las rutas pidiendo que se anulen las retenciones y otros impuestos al agro, Volodia me dijo que no entendía nada. Fueron cuatro meses de tensiones, marchas y contramarchas. Hablábamos mucho de eso. (…) Volodia no se integraba al ruido. Era como si mirara el paisaje político y viera una escenografía divertida, compleja, incomprensible y por lo tanto difícil de ser tomada en serio.

Trátase, camarada, de una distancia física –la terraza en la altura– pero también de una distancia perteneciente al laboratorista que experimenta con sus nuevos híbridos culturales:

Antes de despedirnos Volodia fue hasta una pared cerca de la parada del 86 y con tiza roja escribió “Todo el poder a los soviets”.

La experiencia porteña, camarada, nos conduce, al fin, al último punto del opus. A una mise en abîme donde las coordenadas críticas exudan toda su productividad simbólica y narrativa. Una visita “al capitalismo excéntrico de Chacabuco 296”.


III. Revolución y contrarrevolución en Buenos Aires

El dato surge dentro del marco de la anécdota spam–ódica que funda una buena parte de la información que Los amigos soviéticos lanza a una órbita sin fin. El lazo entre revolución comunista y subdesarrollo sudamericano ha sido real y Karl Marx se ha carteado con Raymond Wilmart, residente en la calle Chacabuco 296 de Buenos Aires (ciudad cuya representación espacial puede seguirse únicamente a través de este esquema crítico).

Recuerde, camarada, que por mise en abîme se entiende eso que la mismísima Wikipedia describe como “la figura retórica que consiste en imbricar una narración dentro de otra, de manera análoga a las muñecas rusas”.

Leída con afán en los circuitos periodísticos ilustrados –una minoría intrascendente y reprimida, en la que imperan, para colmo, los wannabe–, la escena, camarada, se deja leer como la incursión máxima del totalitarismo comunista, hibridizado en la lógica de un capitalismo retardatario. En principio, camarada, desde la descripción de una arquitectura soviética y gris.

Encontramos la calle Chacabuco. Enfrente había un edificio de oficinas con vidrios espejados y estructura de hormigón y acero. Por la puerta entraba y salía gente que trabajaba el día feriado.

La descripción del espacio traza una dimensión poco desarrollada en la novela: la de una poética –refiérome las reglas acerca de cómo debe ser el híbrido cultural– por encima de una estética –la filosofía del arte que la sostiene–. Lo invito, camarada, a zambullirse un poco más en la poética del colapso.

Las caras iban de la bronca a la amargura y la resignación y atrás de las puertas de vidrio, se veía que algún hijo de re mil puta había usado un pedazo del muro de Berlín para decorar el hall del edificio.

Es aquí, camarada, donde irrumpe nuevamente la figura desconcertante de lo real. El muro de Berlín: materia del socialismo derrumbado. El mito socavado y arrojado –nuevamente la distancia, camarada– a la voluntad primitivamente capitalista de Buenos Aires. Es allí donde el híbrido cultural opera por fuera de toda posibilidad de relato propio. Y se convierte, camarada, en el objeto referencial de un discurso distinto. Para abandonar toda posibilidad referida a las cuestiones del sentido y reposar –como en una metáfora completa de la triste trasmigración de la política–, apenas, sobre una cuestión de uso.

Seguramente el dueño se dedicaba a arruinarles la cabeza a sus empleados en nombre del capitalismo y el muro era un trofeo, un fetiche, la prueba irrebatible de que él tenía razón y que ellos con sus quejas y sus derechos laborales se equivocaban.

En paralelo al circuito de emisión/recepción de la pura información –único fetiche de los nuevos soportes– multiplicada más allá de las fronteras del sentido, los vestigios de la cultura socialista –compuesta, camarada, por los objetos de una historia fundada en la política– han sido despojados de toda posibilidad de decir.

Como el peronismo incomprensible e hibridizado a los ojos de Volodia, la política ya no tiene ímpetu propio sino voluptuosidad simbólica a la espera del gesto que le devuelva sentido.

Esa imagen poética no sólo tiene su mise en abîme en este fragmento tan representativo, camarada. También es la expresión del abismo trágico en el que, a la sombra de la desorientación contemporánea de la experiencia kirchnerista, las clases medias intentan rediseñar un horizonte de nuevas expectativas políticas.