miércoles, junio 3

Para leer "Los estantes vacíos", de I. Molina

Apatía
La simpatía es la relación entre dos cuerpos o sistemas por la que la acción de uno induce el mismo comportamiento en el otro. La empatía, en cambio, es la identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro. La apatía, finalmente, esa impasibilidad del ánimo, es el elemento que, en todo caso, como rasgo general, omnívoro, provee la cohesión a lo largo de los 15 cuentos de Los estantes vacíos.

Cuestión de estilo
Un estilo apático es un estilo sin ecos de seducción, construido mediante un lenguaje y una gramática aséptica.

La relación de la literatura con la asepsia es ambigua. Casi siempre (y por suerte de manera inversa en el mundo hospitalario) la asepsia es considerada un contravalor, un vicio propio de una escritura positiva. Sin una evidente dosis de pathos – de pasión séptica, de trama conflictiva, negativa -, podrían pensar algunos, no hay “literatura”. Pero por otro lado, sostener, durante ciento sesenta y ocho páginas, un estilo y un lenguaje apático involucra, sin dudas, algo del orden del oficio que requiere la literatura.

A los personajes de Los estantes vacíos los iguala una condición que atraviesa los géneros. No importa si son hombres o mujeres: todos están signados por la parquedad - la moderación económica y prudente - ; que es, también, un rasgo de la apatía. Por eso están despojados de toda descripción física. Podrían ofrecerse, al lector, algunos rasgos de los personajes – o todos – pero se prefiere no hacerlo. No tanto por voluntad del autor, más bien por necesidad del estilo.

El genio apático
El genio apático – “genio” en el sentido de disposición del ánimo -, elemento cohesivo de todos los personajes del libro, omite toda acción y tensión. No hay conflicto, no hay tensión, no hay polo positivo ni polo negativo, no hay dialéctica: hay, únicamente, impasibilidad.

El genio apático evita todo pronunciamiento. Por eso cuando ocurre uno, provee la excepción que irrumpe violentamente al impávido discurso de la apatía:
“Según la teoría que había elaborado mientras aguardaba la salida de los equipos, los hombres podían entretenerse con el fútbol en dos etapas de su vida: hasta los quince años y a partir de los treinta. En la etapa intermedia los intereses pasaban por otros lugares, y, lo que hasta la pubertad era una especie de militancia, en la adultez se convertía en un necesario pasatiempo”, dice uno de los personajes en el cuento “Los estantes vacíos”. Y es, éste, el único pronunciamiento explícito que realiza un personaje en todo el libro. La excepción que confirma la regla: para que ninguno prefiriera hacerlo, hubo un personaje que prefirió hacerlo.

Spectātor, -ōris
El genio apático es más bien un telespectador probando por curiosidad uno tras otro los programas de televisión – hay personajes captados por los medios en “Brasil tiene esas cosas” – como absorto por el campo vertiginoso de las posibilidades.

Y no hay pérdida de la realidad: hay indiferencia. Los personajes, por ejemplo, no tienen reloj; pero se la pasan averiguando la hora a razón de sus propias percepciones temporales.

Ese otro lenguaje, el del Mercado
Lo público declina ante el encerramiento en lo privado. Por lo tanto hay comunicación sin resistencias, sin roces. Por ejemplo, con el Mercado:

“… desde hacía veinte minutos venían diciendo que se morían de sed y ahora una de ellas contaba, como si estuviera en un programa de televisión y no pudiera nombrar marcas, cuánto pagaría por una “gaseosa” en envase de vidrio…” (“Kilómetro cero”).

Para terminar de perfilar de una vez por todas qué es el lenguaje y el estilo apático: reparar en esta frase: “un local de comida rápida” (y otras como “una gaseosa”, o “unos cigarrillos cortos suaves”, de entre tantas que hay en Los estantes vacíos). ¿Qué se lee ahí del orden de “lo apático”?

“Como el lunes era feriado, esa noche Delmira se quedaría a dormir en lo de su padre. Mientras cenaban en un local de comida rápida, Gustavo le preguntó por sus compañeros y la ayudó a hacer una lista de invitados…”

Una oposición a la dialéctica del lenguaje mercantil, por lo menos. Para el Mercado, si hay objeto y hay mención del objeto, hay un lucro. Es casi lo que se llama “acto de habla”: porque se enuncia – de determinada manera y en determinado lugar – se lucra. Sin el fin de lucrar, no hay enunciación. Es una lectura sutil, pero que se sostiene: ningún personaje dice – pero todos percibimos – McDonald´s o Coca-Cola (por ejemplo). Dicen “gaseosa”, dicen “local de comida rápida”. La dialéctica discursiva del mercado se opone al lenguaje de una apatía sin dialéctica – y no al revés, que es lo importante - a lo largo de todo Los estantes vacíos.

Ignacio Molina prefiere decir antes que nombrar. O, en todo caso, prefiere no nombrar para decir. Eso es el estilo apático, y es omnipresente.

En “Brasil tiene esas cosas”: “Con el bolso al hombro salí a comprar un diario de la tarde”.

En “El futuro” (un cuento sobre la atrofia de la acción): “Un rato después, mientras espera el 55 que la llevará a Floresta, a media cuadra de un boliche de música tropical” (al que sitúa detalladamente en el espacio de Plaza Italia y a todas luces, y que además es un antro muy conocido, muy popular, pero al que, de todos modos, prefiere no nombrar, y que reaparece, también, en otros cuentos).

En “El opio de los pueblos”: “- Las diez – dije sin levantar la cabeza. Antes de meter la llave en la cerradura estuve a punto de agregar “en punto”, pero el vidrio húmedo se me patinaba de las manos y pensé que ya había sido suficiente”.

Paralelo a las organizaciones flexibles y abiertas – las calles, los edificios de departamentos – se establece un lenguaje eufemístico y tranquilizante; lifting semántico hilado al proceso de personalización, centrado en el desarrollo y armonía de personajes individuales que no se ocupan sino de sí. De allí que todo énfasis negativo o positivo se diluya – y se suspenda - en la apatía. Esta parquedad es lo operativo del estilo.

El autor
Y a este estilo contribuye hasta la fotografía y el epígrafe en la solapa del libro (todo libro es su propio todo universal; entonces ¿hasta dónde dejar de leerlo?)

Dice la solapa: “Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976). Los estantes vacíos es su primer libro de cuentos”. Luego, una foto del autor en la que prefiere no mirar.

Ni posar. Ni sonreír. Ni escribir. En cambio, lee.

El genio apático también como “estilo” en la construcción de una figura de autor. Quien hace circular la mirada por la página de un libro que – de nuevo - prefiere ni siquiera mostrar.

La apatía como elemento de cohesión
La cohesión entre las partes suele ser aquel rasgo más bien novelesco. En cierto punto, la red particular que quieren formar entre sí algunos cuentos dispersos – incluso con personajes que se repiten - juega a tornar flexible la distinción entre cuento y novela.

Si la distinción entre una y otra cosa se limitara a lo cuantitativo, entonces de entre los cuentos surge también una nouvelle (aunque la lógica imperante de la apatía atenta contra esta idea de asociar: los cuentos en el libro que remiten a los mismos espacios y a los mismos personajes ni siquiera están ordenados de manera contigua, ni siquiera temporalmente).

Pero si el cuento es “lo que pasó” y la novela “lo que pasa”, una serie de cuentos interconectados (“Espirales”-“Los estantes vacíos”-“Ejército de Salvación”, por ejemplo) participa de una forma mixta, que es, de nuevo, la nouvelle.

El libro de Ignacio Molina, al correr de la lectura, entrelaza y entrecruza los géneros (estamos realmente ante una serie de ¿cuentos? ¿nouvelles? ¿un proyecto de novela?).

Buenos Aires, ciudad conflictiva
En tanto apáticos, los personajes son efectos de estilo. La ciudad por la que circulan, su contorno.

Las fotos en la tapa misma del libro dan cuenta de la circulación permanente, del movimiento. El espacio urbano se construye sólo como aquello que existe mediante el acto de transitarlo (para evadir, además, el miedo y el peligro que acarrea toda detención en él).

“Mira hacia los costados; por la quietud que rodea la plaza, calcula que ya debe estar cerca de la medianoche. A menos de cuarenta metros, por una de las esquinas, ve pasar corriendo a dos hombres, y enseguida, pisando las mismas baldosas, a una mujer gritando que le devuelvan su plata” (“El opio de los pueblos”).

Esta circulación – rumbo de la experiencia que prefiere no tener destino: circulación a la deriva – es otro rasgo omnipresente del libro. A pie, en tren, en colectivo (en 48 de las 168 páginas de Los estantes… aparece el colectivo que, como el edificio de departamentos, juega con el sentido de lo individual y lo grupal, sin ser ni una cosa ni la otra).

Inevitable relación entre el espacio urbano y los personajes: el narcisismo – puede decirse que todos los personajes son narcisistas empedernidos -, inseparable de un miedo endémico, sólo se constituye suponiendo un exterior exageradamente amenazador, lo que, a su vez, aumenta la gama de reflejos individualistas: indiferencia al otro – al otro social y al otro cívico -, encierro en la casa. Apatía y regresión:

“Volvíamos caminando por el medio de la calle, al frente de una columna de manifestantes que venía de Plaza de Mayo. Desde atrás nos llegaban, al ritmo de una de las canciones que habíamos escuchado en el viaje, consignas que Manuela no lograba descifrar” (en “Kilómetro cero”).

Y aunque el protagonista se esfuerce por circular por la ciudad – la experiencia de un presente continuo -, y recorra Retiro, Congreso, Callao, Miserere, Tribunales, Corrientes, Avenida de Mayo, Las Heras, Rivadavia; de todos modos, el pasado lo captura. Lo detiene. Entonces transita como un espectro en trance de regresión. La regresión permanente:

“Una tarde, quince años atrás, viajando en la dirección opuesta por la misma ruta, había escuchado que acababa de morir el doctor Suárez, mi pediatra de cabecera”.

“Al bajar en Retiro anoté su teléfono y volvimos a hablar de lo que al principio: a pesar de que habíamos nacido en el mismo hospital y de que éramos de la misma generación…”

Y a la manera de Proust: “Cuando fui a la heladera a confirmar que no quedaban cervezas, me di cuenta de que la gaseosa que habíamos comprado venía en botella de vidrio. Cuando la toqué para fijarme si todavía estaba mojada, me mente se disparó hacia otros recuerdos…”

El paulatino encierro interior provoca, a la vez, una distancia apática del exterior: fallas perceptivas: desinterés en el sentido referido a la interacción: “Cuando abrió la puerta de su despacho, Menéndez me miró de pies a cabeza y estiró un brazo para saludarme pero yo, arrepintiéndome al tiempo que lo hacía, lo saludé con un beso”.

Y a las formas de lo exterior: “Desde afuera me llegaban ladridos y una melodía cantada en un idioma que no lograba reconocer”.

Y al universo amoroso: “Dejé un mensaje entrecortado y confuso después de la señal, y al colgar no estuve seguro de haber dicho mi nombre”. Siempre la apatía: pululan los personajes que desean a Otro pero que, en última instancia, optan por tomar distancia del amor y de toda vibración. Y cerrar los ojos y dormir. Encierro que es, casi siempre, preludio de la regresión.

Hasta el encierro total: oscuridad y origen. Posición fetal:

“Me desperté entumecido, acalorado en la nuca. Estaba acostado en posición fetal sobre la cama de Laura y el sol que entraba por la ventana me hacía transpirar”

Regresión en “Seis novelas”
La acción se compone a través de un vaivén de tiempos mediatos. Acción y efectos se coordinan de manera dislocada en el tiempo y el espacio:

“Eso debe haber sido en el invierno del `93, porque todavía vivíamos en Colegiales, pensó Nahuel, y su hermana lo distrajo mostrándole una birome y diciéndole que un libro sin dedicatoria no era un regalo. Nahuel abrió el libro en la primera página y apoyó la punta de la birome bajo el nombre del autor. Sabiendo que Mariana creía que estaba planeando qué escribir, él pensaba en lo que tendría que haberle dicho a la empleada del locutorio cinco años atrás. Encima que vengo a dejar guita usted me trata así, ¿qué quiere que haga para entrar a la cabina, que le mande una carta documento?, discúlpeme si no conozco el mecanismo, pero la concha de su madre, con ese carácter nunca va a llegar a nada”.

La regresión. La fractura de la apatía – el pronunciamiento de la injuria – únicamente como representación de un pathos viable en tanto pathos ya obsoleto.

Acción y efecto, dislocados, como ámbitos de un sujeto dislocado (que por momentos disloca sílabas de determinadas palabras):

“- Bueno, pero ésta no es mi casa. Primero: es un edificio. Y segundo: mi casa, es la de Colegiales”.

No se define el espacio de pertenencia. Que suele ser, precisamente, el único espacio de amparo. Es que "la ciudad", en Los estantes vacíos, es el espacio del permanente conflicto, la protesta, el presente y el desamparo; y los pueblos (las ciudades del conurbano; el Pehuajó de “Kilómetro cero”, digamos) son espacios ligados a la niñez, al recuerdo, a la esfera de lo privado como salvaguarda.

El tiempo dislocado; se prefiere no optar por su linealidad:

“A la noche del día siguiente, como todos los lunes, Gonzalo subió a cenar con María Luz al departamento de su hermano. Nahuel abrió la puerta y les presentó a Camila, que dejó de poner la mesa y los saludó. Veinte minutos atrás ella había tocado el portero y, antes de que él pudiera inventar alguna excusa para no hacerla pasar, avisó que ya estaba abierto y subió en el ascensor”.

Regresión permanente: resistencia, siempre, al avance. El pasado, entonces, como dislocación del presente: un pretérito imperfecto capaz de agrietar la continuidad del presente. La tragedia apática de Los estantes vacíos.

Algo más sobre la regresión
La memoria opera permanentemente en tanto regresión – en tanto anáfora pero también en tanto recursividad, déjà vu, reminiscencia, etc. -; el presente, opera como olvido.

La regresión no puede leerse sino como la voluntad de hallar sentido en el pasado. Sin embargo, el sentido, aún en el pasado, nunca es asequible.

No hay “resolución” ni “revelación” final en ninguno de los cuentos (cuyo tema es la regresión: pero también en los otros). Y tampoco en los que se ubican en el presente (que es lo opuesto apáticamente – claro que en “no-tensión” - al pasado).

¿Por qué? Porque el presente es olvido: es decir, es un permanente avance – una circulación espacial inquebrantable – cuyo sentido apático (que es preferible no mostrar, no hallar, no decir) lo hace vaporoso. En definitiva, ni el pasado ni el presente son provechosos para ningún personaje. Mucho menos el futuro.

“El futuro”
Siempre el lastre del pasado: por eso se cuentan los prolegómenos de un desenlace que termina revelando que nunca hubo nudo.

El cuento se llama “El futuro”, aunque se abre y se cierra con eventos ligados al pasado. El futuro, por supuesto, es lo inasible. (Y tal vez este sea por eso el cuento con la mayor dosis de pesimismo).

La ciudad germina como mapa del conflicto: una circulación que es definitivamente un errar vacío.

La serie “Espirales”, “Los estantes vacíos”, “Ejército de Salvación”
El conjunto se organiza como red. Serie no-organizada de cuentos, o nouvelle.

“Espirales” es ante todo un ejercicio de la forma. Un circuito de personajes e interacción urbana: de la calle al edificio y del edificio a la calle. Caos – la calle - e impostura del orden – el edificio de departamentos - a la manera de un travelling cinematográfico.

Los diálogos entre los personajes – que se cruzan y conviven pero no siempre se conocen ni quieren dejarse conocer – se entrelazan abruptamente como si los uniera fraternalmente un mismo espacio urbano. La ciudad como gran relato que los incluyera a todos.

“Después, al mirar por el espejo retrovisor, se sacó el reloj y lo escondió en la guantera, trató de limpiarse los dientes con la lengua, se asomó por la ventanilla y le preguntó la hora a la chica que cruzaba la calle.- Las nueve y media, en veinte minutos estoy por allá – dijo Flavio mirando su reloj y, antes de que la aguja más veloz completara una vuelta, colgó el tubo…”

Aquí se lee más una voluntad de la forma que una representación mimética del espacio urbano. A pesar de que las voces se articulan coralmente, en Buenos Aires – el real – no existe el diálogo. Por eso, tal vez, permanece siempre el tópico de la oscuridad y el encierro:

“Soledad vio todo oscuro, pestañó para saber si ya tenía los ojos abiertos”.

Así como la parquedad del estilo apático se irrumpía con pronunciamientos esporádicos – “fracturas” del registro – en “Espirales” se permite un productivo viso poético sobre el final:

“Alejandra levantó los platos, los dejó apilados en la mesada de la kitchenette y decidió lavarlos más tarde. Salió al patio para fijarse cómo estaba el cielo, y se quedó uno segundos pensando en la corta distancia que había, desde su visión, entre las paredes alquitranadas del edificio y las estrellas. Después, y por detrás de la voz de su hija, que le explicaba a Gustavo cómo jugar al dominó, escuchó la melodía que Soledad cantaba lavándose el pelo y creyendo que, por más que hubiera dejado la puerta del baño abierta, el repiqueteo de la lluvia tapaba sus gritos”.

La escena – la fractura - parece dotada de recuerdos de provincia. En realidad, no existe ningún panteísmo urbano, no hay gran relato unificador. Entonces, brota la ensoñación melancólica. El artificio (la comunidad organizada en departamentos) en oposición a lo natural (el caos urbano, los inevitables intersticios entre sus sujetos). No hay concreción de “porteñismo”, hay, más bien, una claudicación ante el espacio.

La voluntad escrita de mancomunar personajes porteños, entonces, se revela como idealismo. Creo que por eso a la “imagen natural” que se perfila como el vacío apático por excelencia - el cielo, las estrellas: todo eso poético y a la vez vacío -, en oposición al caos concreto del espacio urbano, en seguida se eclipsa ante la materialidad del sonido que reinserta al personaje en el lugar del que no le es dado fugarse: la voz cantora – ese otro artificio humano – se impone inevitablemente sobre las estrellas y el cielo. El destino de cada personaje se cifra entre paredes alquitranadas: el encierro.

“Los estantes vacíos” profundiza la espiral.
La recirculación de espacios y personajes, la estética narrativa del travelling cinematográfico, se acentúan. La espiral es a la inversa: otra vez la regresión. Una serie de pasados sucesivos que, ante “Los estantes…”, se inserta con valor anafórico.

Tal vez la escritura apática – esa férrea horizontalidad del registro del lenguaje y el estilo – sea una forma de violencia encubierta. En todo caso, la violencia no contenida es la violencia urbana:

“Pese a las remodelaciones en el local y a la guardia policial apostada en la cuadra desde la última ola de asaltos, no podía evitar sentirse insegura y, como haciendo fuerza para que se cumpliera su turno, miraba todo el tiempo el reloj de la pared”.

“- Las cosas que pasaron son bien contrapuestas. Simétricas. Murió el hermano de mi mamá y tu hermana va a ser madre. Perdí un tío y vos vas a tener un sobrino. Yo dejé de ser sobrina y vos vas a ser tía – le dijo a Laura más tarde, luego de recibir las condolencias.”

“Espirales” resurge como mise en scène central de la voluntad (siempre frustrada) de una armonía universal (los personajes de un libro son, asimismo, su propio todo universal).

El universo amoroso continúa en su abulia. El vocabulario, en su apatía.

El vacío amoroso
No hay eros en Los estantes vacíos.

Siempre por efecto de la apatía como estilo: no hay representación del amor de los espíritus ni del amor de los cuerpos. Sí hay desavenencias a raíz de una separación – “una madrugada de domingo, mientras caminaba develado por el barrio, tuvo una sensación extraña. Durante unos segundos no supo de dónde venía ni adónde iba, se preguntó qué hacía parado en ese lugar, y, para no perder el equilibrio, tuvo que apoyarse en un poste” (“Los estantes…”) – y desencuentros varios.

La elipsis se repite como recurso permanente ante toda escena sexual. Cualquier asomo de una pasión se obtura mediante retraimientos múltiples (“Gustavo se acercó a hablarle con la intención de pedirle su número de teléfono, pero, al darse vuelta para asegurarse de que no entrara nadie, le volcó en la pollera el contenido de un vaso”).

“El camino del agua”
El universo amoroso – en “El camino del agua” - provoca en un personaje otra solución idealista del conflicto. (Lo ideal es lo que no se realiza en pos de la apatía. Lo ideal es lo que se sueña).

A través de un sueño, un personaje resuelve una situación amorosa (una venganza amorosa). La acción onírica es completa: principio, nudo y desenlace. Y admite acción y suspenso. (Explosiones, gritos, corridas).

El sueño como fractura, también, del estilo apático. El sueño como objeto de una estética distinta: la que posibilita una acción completa. Porque el desenlace es lo que en todos los otros cuentos está negado. Es lo que se prefiere no resolver.

Quien se permite fantasear, cae
Un cuento muy significativo: “El sistema”. Otra mise en scène: el narrador, en primera persona, como Narciso del Yo apático: aquel que evade la acción, que omite la percepción del mundo exterior, a la vez que se encierra en la elucubración propia.

Por eso los sujetos se mueve en un halo de cercanía que, en realidad, ahonda las distancias: el Sistema provee el retraimiento:

“Los días de semana, desde casi un mes atrás, tenía que compartir el baño con Juliana, la mucama de la señora Fuster, que dormía a pocos metros de mí, en una habitación construida en otra de las esquinas de la terraza. Pero como teníamos sistemas diferentes, a la mañana casi nunca nos cruzábamos”.

Tal vez todo Los estantes vacíos quiere representar, apatía mediante, el agotamiento de un Sistema. Es decir, la inutilidad de toda narración que presuponga enlaces ineludibles entre sujetos. Y quien quiere escapar del Sistema – quien fantasea – se cae:

“En la esquina de Santa Fe y J. B. Justo, justo debajo del puente, me desconcentré pidiendo tres deseos y un pedal arañó el cordón de la vereda. La bocina del tren debió haber tapado mi grito mientras volaba hacia adelante…”

La serie “Arpegios”, “El opio de los pueblos”
Otra serie de cuentos: la nouvelle latente. Gabriel, el personaje principal, en el primero de estos cuentos, se narra en tercera persona. Un primer plano. En el segundo cuento, Gabriel narra en primera persona. Un zoom.

Recurrencia de los espacios y de los personajes. Circular sin inmiscuirse en la realidad. De nuevo: permanentes ojos cerrados; el sueño y el encierro. En todo caso: la realidad por otros medios.

No está de más aclarar que la apatía nada tiene que ver con la improductividad. La cual, a su vez, se diferencia de la pasividad.

“En el departamento de Sebastián, después de cenar fideos con puré de tomate, Gabriel se desviste y se acuesta sobre la colcha de la cama que fue suya hasta hace un par de meses, cuando se quedó sin trabajo y no pudo seguir pagando su parte del alquiler”.

Hipótesis para el título
Los estantes: el soporte y la estructura.
El vacío: la opción de exhibir lo no-llenado.
Los estantes vacíos: un soporte sobre todo estilístico, fundado en una escritura literaria signada por el efecto apático capaz de crear y hospedar a una serie de personajes correspondientemente abúlicos, apáticos, despojados.

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