viernes, junio 5

Para leer "Una mañana con el Hombre del Casco Azul", de W. Cucurto.

Una mañana con el Hombre del Casco Azul (aquí en versión incompleta), el cuento de Cucurto, es más un desafío a la lectura de la mercadotecnia que de la literatura. Yo indago todo con el texto muy a mano, soy de la vieja escuela, entiendo que la literatura es lo escrito, no es especulación y timba intelectual. Buscarle lo que se dice “la cuadratura al círculo” es entretenido para amas de casa ociosas. Pero bueno, fijate en la poderosa gramática de la compra-venta, en los códigos comerciales antes que en los literarios; por ahí puede andar el tema”.

“Hay un conflicto con el narrador, en el cuento. Yo te diría dos cosas – acordate, hablamos de marketing y, por lo tanto, de vender productos e imágenes: packaging -, primero que la apertura se hombrea con una presentación quasi televisiva: “Hola, chiris queriditos. Bienvenidos a una mañana de mi vida. Hoy viajaremos con el Hombre del Casco Azul, ese soy yo” [pág. 57]. Yo te hago reparar en esto: el “viajaremos”, que es un, me parece, “nosotros inclusivo”, como vos lo llamarías: el narrador y los lectores, juntos: nosotros. Y, cinco renglones más abajo, lo siguiente, hablando sobre una bicicleta de “30 pesos”: “Es bien del palo de nosotros, siempre a contrapedal como nuestras vidas en contra de todos y sobre todo de nosotros mismos” [pág. 57]. Ahora, yo soy un hombre de San Isidro, puedo tener alguna que otra duda. Lo que tengo por seguro es que ahí, en ese “del palo de nosotros”, ya empieza a jugar, te repito, lo que vos llamarías “nosotros excluyente”: el narrador, por un lado – él y los suyos, de su “palo” – y por otro lado los lectores. Esta fractura es relevante; más o menos sobre eso trata Una mañana con el Hombre del Casco Azul, y no sobre mucho más.

De esta última cita, entonces, yo te diría lo siguiente: basta leerlo todo para diferenciar entre este “de todos” (“en contra de todos”) como la primera marca textual de una sostenida rebelión retórica, pero nada más. De un discurso que después se demuestra como absolutamente imaginario – ligado, si te gusta, a un orden del puro deseo – y, por lo tanto, siguiendo esta lógica del deseo – el deseo por el deseo mismo – un discurso innegablemente marketinero. El puro marketing, pues, de las primeras líneas del cuento. Packaging. Por otro lado, en esta última cita, tenés también este ambiguo “de nosotros” (“del palo de nosotros”), donde – basta la sola lectura del resto de la historia – reside la verdad de la acción. En los actos, el hombre de Coto es un absoluto sumiso. La realidad de su deseo no es tal; quiero decir, a fin de cuentas, el personaje, en su laburo, está bien en sus correctos cabales. Este cruce entre deseo/realidad (y, te diría, entre narrador y lector) viene, sobre todo, a colación de una frase central del cuento: la que dice que a veces las ofertas son mejores que los productos. Te repito, de nuevo, con clásica circularidad: relee las primeras líneas del cuento, lee después todo el cuento, y, efectivamente, la oferta habrá sido mejor que el producto: un triunfo del marketing. Te diría del packaging”.

“El conflicto entre narrador y lector siempre está presente, atraviesa a la historia de pé a pá. Vas a ver cómo va a ir quedando claro. “Acepto este lado de la acción y cuento como puedo, como me va surgiendo” [pág. 58] dice el Hombre del Casco Azul, y en seguida ubica al lector en un rol de pasividad que, en definitiva, solamente le sirve al narrador en la búsqueda de su propio - de su esquivo - rol activo. Como un tuerto ocupado en enceguecer a los vecinos, pero menos por maldad que para convertirse en rey. No pierdas de vista – ya que estamos con lo visual – el creciente halo de violencia con el que se va tiñendo el cuento; sobre todo porque, para llegar a tal, apela a la misma construcción de, llamémosles así, oposiciones. “… hoy ustedes son los mejores repositores del mundo, porque van conmigo, un repositor con humanidad, amor y buena onda, que es lo que le falta al mundo” [pág. 58], esta consigna idealista es la raíz misma de la no muy lejana voluntad de agredir; es, de nuevo, un ideal abstracto – una consigna, un slogan – que se quedará en, ¿cómo te puse antes? ¿lógica del deseo?”

“La góndola. Ella nos da un lugar de pertenencia. Góndolas, las hay de todos los tamaños con todas las cosas que se imaginan y las que nunca vieron, por ejemplo los nuevos patitos de agua que vienen con pilas Eveready de regalo promocional. Muchas veces las promociones son mejores que el producto” [pág. 59]. Aquí no solo hay todo un programa de marketing cultural general, también hay una clave de lectura particular. Allí conviven y se confunden lo imaginario abstracto y lo visible sensual. Lo que podría ser y lo que es.”

“El Hombre del Casco Azul es el personaje imaginario (una imagen de sí) de un repositor de supermercado; Vega es el nombre, real, del repositor. La humanidad, amor y buena onda pertenecen al puro slogan. Son imaginadería. Cuando irrumpe la realidad, hay violencia. “- Vega, qué hacés hablando con tu casco, ¿estás loco? – Pará cabeza, no te vayas de boca, que le estoy dando instrucciones. (En esos casos la violencia y la cortada de rostro es fundamental para seguir viviendo). - ¿Instrucciones a quién, cabeza? – A la concha de tu tía, gil, qué te importa.” [pág. 59]. La violencia pertenece a lo real y concreto. A Vega, no al Hombre del Casco Azul”.

“Lo ideal, para existir, necesita de lo imaginario. Lo imaginario como sostén y legitimación de un plan idealista. Son, pues, mi querido amigo, los lectores (y sólo para los lectores) quienes pueden creer (o, diría el narrador, quienes pueden darse el lujo de creer) y, por lo tanto, en el mismo acto, otorgarle una existencia (por supuesto ideal) al Hombre del Casco Azul: “¿Cómo entendería que ustedes, mis lectores, viajen conmigo en mi casco? Cargamos las distintas mercas que tiene la góndola, llenamos un Sprite con agua pa pasarle un poco a las chapas y subimos con el palet hasta las manos, lo que podrían hacer es empujarme un poquito el palet para que no sea tan pesado. Ya que están” [pág. 60].
Los lectores (este sostén imaginario capaz de darle vida a una imagen ideal) poseen el privilegio, además, de no entremezclarse con, diríamos, su fatal correlato pragmático y real: los clientes.
Los clientes son a Vega lo que los lectores son al Hombre del Casco Azul: la razón de ser. “abro cajas y cajas, mando paquetes y paquetes, limpio, estantes, ayúdenme lectores, así subimos a desayunar tranquis…” [pág. 61].

“Lo real y lo imaginario, aunque me parece que ya quedó claro desde el principio, están en constante tensión. “- Vega, Veguita, ¡venga pa acá negrito de mi corazón! La puta madre me vio el encargado, me hago el que no escucho y rajo antes que me mande a reponer cualquier cosa. Mañana me verá hoy estoy con visitas, che” [pág. 61] Vega, el nombre del narrador, evapora en el acto al Hombre del Casco Azul. Evapora a los lectores. Y es lógico, porque el Hombre del Casco Azul y los lectores son evanescentes. Vega, pues, el nombre del narrador, materializa al concreto empleado repositor. Materializa a los clientes. La huída (cuya falta de solvencia es irrefutable) se da mediante la impostura. Te diría más: la huída se logra mediante la voluntariosa suspensión de la realidad (“me vio el encargado”) y la desmejorada persistencia de lo imaginario mediante la negación (“me hago que no escucho”). Se huye de los clientes para refugiarse en los lectores. Pero este puente – el procedimiento, ¿te gusta más? – va resintiéndose. Y, al final, termina por quebrarse”.

"El puente cae por su propio peso (no hay procedimiento que aguante, pebete) y lo hace estallar la violencia de clase. “Pedaleamos y ya entramos en Palermo Carriego. ¡Hola, Palermo Cheto Puto y Hollywood!” [pág. 62] Esta que hace devenir clientes a los otrora lectores. “Te embobás mirándolas o mirando a las clientas que se vienen en shorcito, ojotas y corpiño suelto como si vinieran de la playa o estuvieran en Mar del Plata. ¡Putas! Bajan de tomar sol en la terraza de sus casotas. ¡Putas, ojalá el sol las mate!”. La corporeidad de las clientas da por tierra con la imagen de camaradería sostenida hasta este momento con los “lectores”. El quiebre se produce por ahí. Como si hubieran dos tipos de pasividades, la de los lectores, que alimenta la imaginación del narrador (y que lo convierte, por lo tanto, en tal: en alguien que imagina y cuenta, narra) y la pasividad de las clientas, una pasividad, en cambio, que borra las cercanías (ese tonito compinche y de perdonavidas, ¿no es cierto?, con el que juega con los lectores) para imponer otras categorías o vínculos. Reales y, para ser más preciso, materiales: el vínculo material entre el genuflexo empleado de supermercado y las clientas consumidoras. En tanto narrador, el Hombre del Casco Azul es un agente activo (él nos lleva a nosotros los lectores). En tanto repositor, Vega es un agente pasivo (él es llevado por distintos jefes hacia más apartados - simbólicamente, ¿no? - clientes). Y la fractura de este narrador esquizofrénico (Hombre del Casco Azul, narrador / Repositor Vega, orador) también se hace cada vez más inminente”.

“Y, sin embargo, hay algunas heridas que no permiten que suture el procedimiento. El de la construcción de la voz del narrador, precisamente. Al que, de una forma u otra, se lo presenta como a un pobre lumpen con agraciadas fantasías de subversión. Y es, justamente, por su calidad de lumpen, que fragmentos como el siguiente se tornan poco creíbles: “Yo repuse para el neoliberalismo argentino, década del ´90 en Carrefour no se olviden, repuse para el menemismo, para el duhaldismo, yo viví, cogí, cumbiantié, reponí, comí, para el neoliberalismo hasta que me echaron del Carre por no afeitarme… (…) yo me patié y me morfé todo en la década trágica cuando muchos estaban en pañales” [pág. 63]. Porque es poco creíble, en realidad, que un lumpen del calibre como el expuesto en todo Una mañana con el Hombre del Casco Azul pueda compartir ese discurso político-económico tan propio del imaginario de Palermo “Cheto Puto” Hollywood, tan bienpensante y ligero de culpas propias a la hora, nunca lejana, de escribir la memoria histórica a la sombra de un café aledaño. La memoria histórica contemporánea, digo; especialmente la de los últimos años (“la década trágica”)”.

“El quiebre, la fractura final entre el guía turístico de un imaginario viaje proletario y el personaje repositor real, ocurre cuando penetra, con la violencia agresiva de la voz de mando (voz que, por supuesto, convierte ahora en “pasivo” al antes “activo” narrador), el llamado al, por así decirle, “orden”. El Hombre del Casco Azul se despide de sus lectores, da por finalizado el relato del viaje con el mejor repositor del mundo. Hemos de bajarnos del casco. Y entonces irrumpe la realidad material de quien narra:
“- ¡Vega!” [pág. 63]

Y a partir de aquí sí, efectivamente, todo empieza a oler a una entrevista de esas que hacía en su programa de Telefé el alopécico progre que trabaja, ahora, en el Canal de Daniel Hadad.

“En los distintos puestos del súper hay de todo, como en el mundo. Pero estas definiciones son las que abundan sin caer en generalidades. Reponiendo, escuchando y mirando durante más de diez años en distintos supermercados de la ciudad me fui estableciendo estos distintos tipos de empleados” [pág. 64]. Casi puedo verlo asintiendo en silencio y con cara de circunstancia a Gastón Pauls, delante del pobre reventado de turno.

Vega, a diferencia del Hombre del Casco Azul, está solo. “Me fui estableciendo”, dice. Cae la primera persona del plural. No hay más imaginadería. No hay más lectores ni compañía. El grito del nombre lo reubica en la vacía llanura de la realidad. Tenés que leer desde acá hasta el final, percatarte de la mera abundancia de la primera persona del singular (“Yo prefiero”, “ya dije”, etc.). Del hombre que está solo y ya no espera a nadie, si querés.
Desaparecen los parámetros colectivos.
Mirá, Vega llega a decir de las cajeras de Coto que son – calculo que habrás ido a un Coto y podrás entender este curioso estamento radical de la belleza – “yeguas, casi modelos, y las contratan por su belleza sin límites” [pág. 64]”.

“Nuevamente el tuerto sale a enceguecer. Patotea, el empleado genuflexo, a los “jujeñitos” o “salteñitos”. Los engloba, Vega, ya en un último intento por paliar la ausencia de lectores “pasivos” que lo conviertan en un omnipotente narrador “activo”, bajo la lastimosa categoría de “cobardes por necesidad” [pág. 65]. Sin un auditorio, la voz se carcome a sí misma: “Calculo que lo peor del supermercado son los repos que pertenecen a mi raza” [pág. 66], dice Vega, como si estuviese en condiciones de impresionar a alguien.

“Por ahora nos quedamos en describir a los de mi raza, rompetodo, cometido, sin miedo a nada, saboteadores natos, plagas apestosas, siempre esquivando el trabajo, rebeldes a toda costa y siempre amenazando jefes. Claro que todos fuimos antes como los jujeñitos y salteños y ellos serán mañana rebeldes como nosotros” [pág. 66]. Vega, ya repositor, termina alzando una voz que es la voz del derrotado. La que describe una imagen virtual de todo lo que, durante todo Una mañana con el Hombre del Casco Azul, con absoluta prolijidad, no se permitió ni, entiendo, no se permitirá hacer.

Entonces vuelve al puro slogan, a la consigna irrealizada, a la construcción marketinera de un packaging del valor y la rebeldía que, en definitiva, pasa bien desapercibido entre las proezas ajenas que le endulzan la oreja propia. Efectivamente: como si después de tirar la piedra, escondiera en lo profundo del vacío bolsillo propio la mano: “acá viene un amigo mío que vive del supermercado, se sabe todos los trucos de cómo llevarse cosas de los supers, cómo engañar a la cajera con el cambio, cómo marcar una cosa en la caja y llevarse tres, cómo burlar la seguridad, cómo desactivar alarmas, meterse botellas o latas entre la ropa…” [pág. 67]. La escritura del marketing, donde muchas veces las promociones son mejores que el producto”.

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