miércoles, junio 10

Para leer a Sarmiento

La Historia, estimado Profesor, la escriben los que ganan.
Así imponen su propio mapa de ideas.
Su única percepción y diseño de lo que fue y debe ser la realidad.
Claro que, a veces, este único discurso se cruza, como es inevitable, con oposiciones: con las otras ideas. Con el disenso de los derrotados, Profesor.
Pero, ¿qué pasa cuando ese discurso único y esa sola idea dominante se permiten el fugaz arrebato de cruzar la línea y de conocer en carne propia al oponente? ¿Qué pasa cuando alguien disiente consigo mismo, estimado Profesor, aunque sea en una única ocasión?
Hablemos de Domingo Faustino Sarmiento.
Sarmiento pensaba que el gran problema de Argentina era el atraso. “Civilización y barbarie". Como muchos pensadores de su época, entendía que la civilización se identificaba con la ciudad, con lo urbano, con lo que estaba en contacto con los ideologemas europeos. Y Europa, estimado Profesor, era el Progreso.
La barbarie, por el contrario, era el campo, el atraso, el indio y el gaucho. En una carta famosa, Sarmiento le aconsejaba a Mitre:



"No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes."


De entre los escritos de sus viajes, hubo uno (entre varios) en el que Sarmiento mismo ¿repensó?, ¿renegó?, ¿reconsideró? su propia prédica. Otorgándole algo de mérito a la Naturaleza en estado puro. A la ausencia total de Civilización. Incluso, estimado Profesor, llegó a darle mérito a ciertos aspectos de la Barbarie. Una ocasión en la que, lejos de criticar los paisajes indomables, los comparó con el Olimpo. Y hasta supo reconocer las miserias cotidianas de su amada vida de civilizada ciudad ante las ventajas prácticas de lo rústico y lo “salvaje”.

De entre sus viajes, aparece esta carta fechada el 14 de diciembre de 1845, dirigida al Señor don Demetrio Peña. Sarmiento, abordo del “Enriqueta”, relata, como en un recreo, su propia aventura y seducción por ese mismo ámbito “salvaje y bárbaro” que siempre había aborrecido. El singular episodio ocurrió en una misteriosa isla volcánica desierta en forma de montaña. Una isla cercana a la que imaginariamente habitara Robinson Crusoe:



¿Qué puede referirse en un viaje de Valparaíso a Montevideo, aunque esté de por medio el temido Cabo de Hornos, que vimos de cerca, rodeado de todos los polares esplendores? Por lo demás, una sucesión de días sin emociones que, de no haber sido interrumpidas por lo inesperado, se habrían perpetuado. Un porfiado viento nos llevó, a poco andar de Valparaíso, más allá del grupo de las islas de Juan Fernández, forzándonos a una calma de cuatro días abordo, hasta poder dar la vuelta completa a la isla de Más-a-fuera.

Esta isla, desierta desde siempre, suele ser visitada de vez en cuando por botes balleneros en búsqueda de leña y agua, pero está señalada en las cartas y en los tratados como inhabitable e inhabitada. Cansados de tenerla nosotros siempre en algún punto del compás, ceptamos la idea del piloto de hacer una incursión en ella, y pasar un día en tierra. Estaba, según él, poblada de perros salvajes que hacían la caza a manadas de cerdos y cabras silvestres. Un incidente, empero, nos suministró sensaciones para las que no estábamos preparados. Cuando a la moribunda luz del crepúsculo nos empeñábamos en discernir los confusos lineamientos de la montaña, divisose la llama de un fogón entre una de sus sinuosidades. Un grito general de placer saludó esta señal cierta de la existencia de seres racionales, si bien vino a sobresaltarnos el temor muy fundado de encontrarnos con desertores de buques u otros individuos sospechosos.

Contribuyó a aumentar nuestra la alarma la circunstancia de que, divisada esta luz, de inmediato desapareciera. La situación se hacía crítica y alarmante, pues la noche avanzaba y estábamos aún a millas de distancia, sin saber a qué punto dirigirnos. Preparándonos a todo evento, dirigiéndonos hacia donde la luz había sido vista, procedimos a cargar nuestras armas. Con esto y un trago de ron distribuido a los marineros, nos creímos en estado de acometer dignamente aquella descomunal aventura.

Llegamos al fin al pie de la montaña, ya muy entrada la noche. El piloto lanzó un prolongado grito que solo contestaron, uno tras otro, cien ecos de piedra. Después de un pavoroso segundo y tercer grito, creímos distinguir una voz que respondía al llamado. El piloto dirigió ahora la palabra en inglés, y en inglés le contestaron desde la ribera. Alguien se nos acercaba… y por fin dimos con él.

Supimos que en la isla vivían cuatro hombres, quienes nos recibieron muy sorprendidos y en cuyas cabañas podíamos pasar la noche. Al preguntarles sobre el fuego que habíamos visto antes, relataron que habían tenido miedo de vernos armados de pies a cabeza. El caso no era para menos. El joven Huelin, uno de la comitiva, llevaba las dos pistolas en pose de lord y nuestros huéspedes, ex marineros norteamericanos, con algún pecadillo de deserción en sus conciencias, habían preferido ocultarse.

En sus cabañas, ante el fuego hospitalario que secaba nuestros calzados, podían verse los objetos de aquella mansión semisalvaje. Cajas, barriles y otros útiles, originarios de algún naufragio, eran los muebles improvisados, hijos de la necesidad. Secuestrados en una isla abortada por los volcanes, estos cuatro proscriptos de la sociedad humana viven sin zozobras por el día de mañana, libres de toda sujeción, y fuera del alcance de las contrariedades de la vida civilizada.

¿Quién no ha imaginado pasar sus días solo en una isla? ¡Sueño vano! Se nos secaría una parte del alma si no tuviésemos sobre quiénes ejercitar la envidia, los celos, la ambición, la codicia, y tanta otra pasión eminentemente social, que con apariencia de egoísta, ha puesto Dios en nuestros corazones, cual otros tantos vientos que inflasen las velas de la existencia para surcar estos mares llamados sociedad, pueblo, Estado.

Satisfechas nuestras necesidades vitales y fatigados por tan varias sensaciones, llegó el momento de entregarnos al reposo, y aquí nos aguardaban nuevos y no esperados goces. Una hamaca acogió al joven Huelin, y a falta de otra para Solares (otro de la partida) y para mí, doscientas pieles de cabra distribuidas en una ancha superficie hicieron dignamente honores de elástica y mullida pluma.

Al día siguiente, nos propusimos salir a cazar. Emprendimos el ascenso de la montaña en cuya cima habíamos de encontrar las desapercibidas cabras. Después de escalar un enorme risco, encontramos que aquello era la base de otro risco, y así siete veces más, cual si fueran las montañas que amontonaron los titanes para trepar al Olimpo.

Por fin el momento de la caza había llegado; se repartió la munición y nos dividimos en dos grupos para atacar nuestras presas. Desgraciadamente la parte confiada a mi valor y audacia fue la peor desempeñada, y la derrota se hubiera pronunciado por el ala izquierda que yo ocupaba, si el enemigo en lugar de acometer como debió, no hubiera preferido por una inspiración del genio cabruno, emprender la más instantánea retirada.
Pero la confusión de la caza me desorientó, por lo que terminé extraviándome en aquellas sinuosidades tupidas como los dientes de un peine, gozándome en los peligros a cada paso renovados, internándome por entre la maleza, hasta que llegué por fin a la cúspide, pudiendo entonces oír los gritos del isleño que me buscaba, no sin sobresalto, pues había comenzado a llover y sin ayuda jamás habría podido lograr encontrar el camino de vuelta.

Después de todo, llevábamos una cabra cazada, no importa por quién, y esto bastaba para disponernos a emprender el descenso de la montaña. Inútil sería añadir que en las cabañas nos aguardaba un copioso almuerzo, en que los insulares habían apurado los recursos de la ciencia culinaria para desarmar el apetito desplegado por tan extraordinario ejercicio. Era aquello una escena de caníbales, que por vergüenza de mí y de mis compañeros no describo.

Siento mucho no poder describir esta vez el horrible naufragio y demás circunstancias que debieron echar a mis héroes a aquella isla desierta. Diré que 26 meses hacía que dos de ellos estaban allí, por ciertas razones policiales, y otro, de mayor edad, tan sólo estaba resuelto a pasar el resto de su vida como Robinson, sin envidiar nada a los más bulliciosos habitantes de las ciudades. El cuarto era un joven de 18 años que solicitó su extradición al “Enriqueta”, y hoy navega el Paraná. Williams, el más comunicativo de ellos, nos preguntó si Estados Unidos estaba en guerra con alguna potencia, haciendo un gesto de soberano desdén cuando se le indicó la posibilidad de una próxima ruptura con México. William se apoderó de nosotros y se habló todo, no diré ya con la locuacidad de una mujer, pues hay algunas que saben callar, sino más bien con la petulancia de un peluquero francés con aires de artista. Por él supimos que en un árbol estaban inscritos más de veinte nombres de viajeros, pero como era demasiado tarde y estábamos por irnos, le encargamos a él que gravase al pie de una roca los nombres de: Huelin. Solares. Sarmiento. 1845.

Tras haberlos forzado a aceptar algunas monedas y nosotros unas cuantas bagatelas, nos preparamos para partir deseándonos recíprocamente felicidad y saludo. Al alejarnos, los isleños nos dirigieron tres hurras, que contestamos con otros tres. A poco remar la Enriqueta nos recibió abordo, en donde era todo oídos para escuchar la estupenda narración de nuestras aventuras.

Sarmiento era tan apasionado a la hora de escribir como escrupuloso con los gastos de sus numerosos viajes. Escrupuloso porque los anotaba todos, Profesor. No porque creyera inconveniente gastar. Llevaba la cuenta de pasajes, regalos, ropa, libros, cenas y hasta de las limosnas. En su “Diario de gastos” puede leerse que el 15 de junio de 1846, en Mainville, Domingo Faustino anota:


Orgía – 13 francos y medio.
Como todo maestro, estimado Profesor, Domingo Faustico conocía la importancia de los recreos. Tal vez bajo esa misma idea, al menos durante unas pocas páginas, fue un ¿confuso apologista?, ¿sorprendido testigo?, ¿envidioso protagonista? de algo que, en cualquier otro momento, habría condenado. Y así, se permitió coquetear gustosamente con lo salvaje. Para inmortalizar por siempre el recuerdo de su “breve romance” en dos lugares dispares, cuyo cruce todo lo sintetiza: en una muy civilizada carta. Y en una muy bárbara roca.

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