jueves, agosto 27

Para leer los monstruos sexuales de V. Nabokov

Al doctor Jorge Corsi


Los “monstruos sexuales” de Nabokov en Lolita admiten varias diferencias conceptuales, a la vez que operan sobre diferentes perspectivas literarias alrededor de tópicos propios de las categorizaciones sexuales y las normas y métodos de individuación y dominación ligados a los sexos (es decir, a las sexualidades).

Ambas “monstruosidades” parten, o sólo pueden entenderse como “monstruosidades”, a partir de su enfrentamiento con la categoría opuesta. Lo humano, que configura históricamente la tradición Humanista. A partir de la segunda mitad del siglo, indefectiblemente ligada a su propio agotamiento como categoría estable e indiscutible, la humanidad del Humanismo deviene monstruosidad. Es decir, post-Humanismo.

Una y otra monstruosidades comparten la misma raíz, a partir de esta idéntica oposición conceptual. Es por ello que, al margen de las representaciones imaginarias de diversas sexualidades (sexualidades monstruosas), es a la luz de este conflicto Humanismo/Post-Humanismo que toman un rol principal los modos en que deseo-sexo-amor-monstruo se articulan.

El ascenso de nuevas formas políticas e ideologías, un nuevo contexto económico donde el capitalismo se ubica sobre una mayor versatilidad para su crecimiento y los nuevos parámetros estéticos, acompañados del surgimiento de los mass-media (todo lo cual confluye en el apogeo de una cultura de masas) establecen nuevas bases: post-humanísticas.

Los seres humanos, antes “animales bajo influjo” y “domesticables” por una cultura humanista que los ponía a resguardo de sus propias tendencias bestializantes (mediante la inhibición) han cambiado. Se abren nuevos caminos de formación. La definición de la persona humana se liga nuevos parámetros (en especia la desinhibición).

Sobre esta nueva “antropodicea” (Sloterdijk, 1999) se funda el monstruo sexual de Nabokov en Lolita. Humbert Humbert (H.H.) enfrenta la propia franqueza biológica -y la de Lolita- con las ambigüedades morales y culturales de una época escindida a razón del conflicto (devenir) del Humanismo y el Post-humanismo. Es la era de la cultura pop y su alternancia entre nuevas y viejas biopolíticas.

Permítaseme recordar que en Inglaterra (…) se definió el término “niña” como “criatura que tiene más de ocho años, pero menos de catorce” (…) Por otro lado, en Massachussets, EE. UU., un “niño descarriado” es, técnicamente, un ser “entre los siete y los diecisiete años de edad”.

El enfrentamiento entre las categorías jurídicas infanto-sexuales europeas y norteamericanas es, a la vez, asidero para una mirada y una sexualidad escindidas:

Mi mundo estaba escindido. Yo percibía dos sexos, y no uno; y ninguno de los dos era mío. El anatomista los habría declarado femeninos. Pero para mí, a través del prisma de mis sentidos, eran tan diferentes como el día y la noche. (…) Los tabúes me estrangulaban.

Esa percepción -cuyo centro es la mirada: el régimen escópico que construye a Lolita- se irá descubriendo primero como patrimonio del poeta (de los artistas) y finalmente como “perverso deleite” propio de los “ninfunómalos”.

El narrador confronta un mundo “monstruosamente doble” cuya civilización “permite a un hombre de veinticinco años cortejar a una muchacha de dieciséis, pero no a una niña de doce”. H. H. se caracteriza por este juego entre las categorías legales, educativas y sexuales (de ahí la parodia del rito iniciativo de la pederastia griega con niños y, por otro lado, de la sexualidad liminar del niño y su ejercicio indebido).

Finalmente se convierte en víctima de las mismas: su Lolita “profunda, definitivamente depravada por la coeducación moderna, las costumbres juveniles, los juegos en torno al fuego del campamento y todo el resto” es, en medio de toda esta anamorfosis categorial, libre para consumir -“Lo era el destinatario de todos los anuncios: el consumidor ideal, el sujeto y objeto de cada letrero engañoso”- aunque a la vez estatizada. Es decir: rígidamente individualizada y dominada en cuanto a las libres elecciones en su vida.

H. H. es monstruoso en tanto trasgrede estos principios de la cultura industrial y desinhibe la sexualidad de Lolita (y la suya) mientras mantiene cautiva a la niña bajo sus propios parámetros educativos. De allí que su relación con Dolores Haze esté al mismo tiempo atravesada –monstruosa e ilegalmente a la luz de las normas de esta nueva “mass culture” post-humanista– por una mezcla que fluctúa entre las categorías de lo posible-imposible que busquen encuadrar la relación entre hombre y niña.

H. H. es tanto padre como maestro de Lolita (irrumpe sobre las categorías educativas y familiares). Su tutor y su enamorado. Protector de la niña y, a la vez, amante (de allí que irrumpa en las sexuales).

Su amor -su monstruoso amor, “pedazo de barro seco que enlodara su niñez”- incapaz de sobrevivir en medio de la grieta epistemológica post-humanista (porque, ¿cuál es y dónde está la niñez?), tan sólo permanecerá en el refugio cierto e idealista de la literatura.

De allí que el placer de H. H. se inscriba, para el nuevo sistema de normas, en la categoría de lo perverso. Es psiquiatrizado: recaen “los instrumentos de supresión y mutilación” (Sloterdijk, 1999) de los “disciplinantes” (básicamente la misma cultura industrial y de masas norteamericana) sobre este “hombre que pudiera resultar autónomo o soberano” (esto es: sobre el europeo -el exterior al sistema americano- que trasgrede y quiebra el delicado y por momentos contradictorio sistema de normas y categorías sexuales, como así también legales, económicas, biopolíticas, etc).

Lolita se convierte, pues, en el objeto construido por esta mirada del “monstruoso amor” que la deposita en una nueva categoría sexual: la “nínfula”. Víctima de su “monstruoso apetito”, de su “pederosis”, H.H. terminará preso. Y su amor, destruido:

Según mi modo de ser anticuado europeo, yo, Jean-Jacques Humbert, había dado por sentado, al conocerla, que era una niña tan inviolada como lo era la noción estereotipada de “niña normal”, desde el lamentable fin del Mundo Antiguo a. de C. y sus prácticas fascinantes. En nuestra era de las luces no estamos rodeados por pequeñas bellezas esclavas que pueden recogerse al azar, entre los negocios y el baño, como solía hacerse en días de los romanos. (…) Lo esencial es que el antiguo vínculo entre el mundo adulto y el mundo infantil ha sido escindido en nuestros días por nuevas costumbres y nuevas leyes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario